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La lampara encendida

Premio Villa de Velamazán

Un pedazo de tierra en Teruel

Un pedazo de tierra en Teruel

Foto Jesús Alba

            El primer Juan nació en uno de los pueblos que salpican Teruel allá por 1899. Pasó su más tierna juventud jugando con un verdadero enjambre de niños. La ribera del río Jiloca, los campos aledaños en los que crecían el trigo y la cebada y los montes de bosque mediterráneo en los que de vez en cuando majestuosas sabinas milenarias se erigían sobre un ejército de carrascas fueron su campo de juegos. No obstante, muy pronto tuvo que enfundarse la hoz y el rastrillo para echar una mano a sus padres, pues era el mayor de sus ocho hermanos.

            A los veintinueve años fundó su familia y un año después nació su primogénito; el segundo Juan. El primer Juan heredó entonces unas yubadas, lo que trajo consigo que tuviera que hacerse cargo de padre y de madre, que acababan de convertirse en abuelos. Tenían sesenta años pero sus cuerpos eran ya los de dos ancianos tras largas décadas bajo el polvo, la niebla, el viento y el sol de aquellas áridas tierras aragonesas. De aquel legado recibió varias yubadas de campos, una era, un lote de monte y una única yubada que lindaba con el río. Aquella siempre había sido la joya de la familia pues gozaba de un eficiente sistema de regadío que le permitía producir exuberantes frutas y hortalizas.

            La infancia del segundo Juan fue más difícil que la del primero, pues le pilló la guerra. Sin embargo, y descontando la carestía de alimentos y bienes, el primer Juan trabajó arduamente la tierra heredada para sacarle el máximo rendimiento. Con los ahorros que producía cada año fue aumentando su patrimonio. Primero compró una mula y posteriormente cerdos, gallinas y un hatajo de ovejas. Las rentas de los productos animales, junto con las de los cereales y el azafrán, que aunque cultivarlo resultaba tremendamente laborioso, era muy lucrativo, le permitieron poco a poco ir comprando más lotes de tierra. Este segundo Juan no tuvo tantos hermanos. Carmen, su madre, además de esbrinar, aviar los animales y coser gorros y guantes para una fábrica local, dio a luz a un total de cinco hijos.

            Pero llegó la fecha en la que el segundo Juan cumplió los treinta años y, con ello, un tercer Juan hizo acto de presencia en el mundo. Corría el año 1959. Hacía tiempo que la guerra había acabado y el país comenzaba a asomar la cabeza tras varios años de penurias, pobreza y desolación. Este tercer Juan tuvo una vida más fácil. Mientras su padre, el segundo Juan, heredaba la tierra y se ponía a trabajarla con aquel espíritu centenario que se había transmitido generación tras generación, el joven pudo salir a estudiar a un pueblo cercano, uno de mayor tamaño que permitía tener un instituto. De cualquier forma, todos los veranos regresaba a casa para ayudar a recoger la mies. Con ello, el tercer Juan pudo aprender el oficio de sus antepasados y, además, detestarlo. Pese a ello, los veranos siempre eran gloriosos en el recóndito pueblo de Teruel. Los descendientes de aquellos hombres y mujeres de principios de siglos eran muy numerosos. Ellos todavía no lo sabían pero estaban viviendo en una fecha que sería un punto de inflexión en su historia. Ya nunca más el pueblo tendría tantos niños, una escuela tan llena, una población tan joven y un dinamismo tan frenético. A partir de aquel momento el pueblo, que tanta gente noble y trabajadora había dado a lo largo de los siglos, comenzaría un inexorable declive hacia la muerte.

            El tercer Juan tuvo dos hermanas. Los tres estudiaron y cuando cumplieron dieciocho años se marcharon del pueblo para no volver. Ese Juan fue el primero de su linaje que no heredó la tierra a los treinta años. Fue por ello por lo que el segundo Juan se vio en la tesitura de seguir siendo agricultor pese a haber alcanzado la jubilación. De cualquier forma, las medicinas, las vacunas y una mejor alimentación habían conseguido que se conservara mejor y más joven que sus padres a la misma edad.

            El tercer Juan, el que nació en el 59, consiguió trabajo como encargado en una fábrica de Zaragoza. Sin embargo, todavía necesitó que su padre le hiciera algunos préstamos sin idea de retorno. La vida en la ciudad era cara. Necesitaba un coche y un piso y con su salario no le llegaba para ello. En 1989 nació su primogénito, el que sería el cuarto Juan, y con ello la familia tuvo que afrontar nuevos gastos.

            El segundo Juan envejecía y no tardó en comprender que no dejaba en el mundo a ningún descendiente que se hiciera cargo de las tierras que su familia había trabajado durante décadas. Al principio aquello le entristeció pero poco a poco fue comprendiendo que aquella era la nueva dinámica de vida en los pueblos perdidos de Teruel. Luchar contra ello resultaba fútil. Cuando se dio cuenta de que estaba perdiendo facultades se reunió con su hijo, el tercer Juan, y puso en venta todas sus propiedades. La inyección de capital fue considerable y, como él ya cobraba una modesta pensión y no tenía ni necesidades ni ambiciones, se lo dio todo a su hijo. Con el dinero pudieron mudarse de su piso de 60 metros cuadrados a uno de 90, mucho más céntrico.

            Posteriormente, el segundo Juan enfermó. Su hijo no podía hacerse cargo de él, pues dedicaba muchas horas a su trabajo para recibir un sueldo aceptable. Por ello, aquel Juan nacido en 1929 dio con sus huesos en una residencia. Estaba limpia, comía bien y el personal era muy agradable. Su hijo había conseguido optar a unas ayudas que le permitieron conseguir aquella plaza, pues era sustancialmente mejor a las demás.

            En estas, el tercer Juan, ahora convertido en el cabeza de familia —entendiendo aquello como el Juan más longevo que todavía gozaba de poder y libertad—, tuvo que preocuparse por dar a su niño un futuro. Aquel cuarto Juan gozaba de cosas increíbles: Internet, teléfonos móviles, viajes, idiomas… Ya no tenían la tierra como colchón, de modo que el pequeño tenía que estudiar o aprender un oficio.

            Eran tiempos benignos para el escondido pueblo de Teruel. Aunque la población no hacía más que descender y envejecer, los aires en el país eran propicios y había mucho dinero para invertir. Los alcaldes, que pugnaban por ser reelegidos cada 4 años, gastaron gran cantidad de dinero en embellecer calles, parques o incluso construir un museo temático. No llegaron a abrirlo pero permitió contratar durante varios años a la hija de uno de ellos. Algunos sugirieron la posibilidad de invertir aquel dinero en industria o turismo pero fueron ninguneados de la misma manera que a nivel nacional los políticos se morían de la risa cuando alguien recomendaba gastar más dinero en I+D y menos en lo que pronto sería un “pelotazo urbanístico”. La gente quería pisos, ¿no? España siempre había sido un país poco poblado pero los pueblos se morían —o se estaban dejando morir— y la gente rural anhelaba mudarse a la ciudad. Poco importaba la pirámide invertida de la población, los atascos o los peligros de concentrar a los trabajadores en solo un par de sectores. Si esto explotaba sería dentro de, al menos, más de los cuatro años que duraba una legislatura.

            Y explotó, ¡vaya que si explotó! En 2008 la economía quebró y con ello el tercer Juan acabó mordiendo el polvo. Perdió su trabajo, subieron los tipos de interés y lo empezó a pasar verdaderamente mal para pagar sus préstamos. La familia tuvo que apechugar pero entre unas cosas y otras fueron bregando la situación. Cuando la tormenta acampó, el tercer Juan seguía entero, pero había perdido mucho por el camino. Sus ahorros habían desaparecido y, sin saber muy bien cómo, ya no se consideraba clase media.

            Pero las cosas mejoraron y en 2019 el cuarto Juan ha llegado a los treinta años. No tiene pareja y no contempla formar una familia a corto plazo. Está bien formado pero no tiene trabajo. Tener un quinto Juan solo complicaría las cosas, de modo que lo pospone. Ya solo va al pueblo en fiestas y reconoce que allí sí que se lo pasa uno bien.

            No sabe qué será de ese quinto Juan que todavía no existe y qué peligros deberá afrontar. Sin embargo, a veces cree que la vida sería más fácil y digna si tuviera un pedazo de tierra que cultivar y mimar, tal y como hicieron los Juanes que le precedieron. Tiene más cultura, educación y tecnología que sus antepasados pero en ocasiones reflexiona sobre cuál de todas fue la generación más feliz. Hay momentos, incluso, que llega a pensar que crear un pequeño ser humano, convertirlo en un adulto y crear alguna “cosa” más (una casa, una granja, una huerta, una acequia, un campo…) puede llegar a ser mucho más satisfactorio que poseer el último iPhone, visitar un país exótico con la mochila al hombro o hacer ese fabuloso y caro curso online que te abre las puertas del mercado. Sin embargo, el cuarto Juan suele evitar esas reflexiones, pues le deprimen. De cualquier forma, siempre encuentra estímulos con los que despistarse y no pensar demasiado en esas cosas (la televisión, las redes sociales, el móvil…).

          Por el momento, sabe que, aunque se esté muriendo, todavía puede volver al pueblo de sus antepasados. Aunque siempre que lo hace tiene que lidiar con turbadores sentimientos de nostalgia, rabia, pena y felicidad, como aquellos que siempre evoca la crónica de una muerte anunciada.

(David W. Sánchez Fabra, Zaragoza. Primer Premio II Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2019).

Boda en la siega

Boda en la siega

Foto Jesús Alba

            El calor hacía mella en los hombres que habían venido de Extremadura. La cuadrilla, armada de hoces en una mano y zoquetas en la otra, terminaba la siega de  aquella hacienda a primeros de Julio. De nuevo, los campos se quedarían desnudos. Ahora, tocaba el turno de las mulas que portaban el trigo y la paja. Hicieron gavillas y poco a poco serían acarreadas en la galera. Pronto, los pajares rebosarían. Si no había tormentas, a finales de mes, el trigo se apilaría en costales de arpillera a la espera de que vinieran a pesarlo y comprarlo. La cosecha había sido buena por lo que venderían muchas fanegas a los tratantes de Soria o de Valladolid.

            En las afueras de la población, había varias eras que los vecinos se turnaban en utilizar, con el fin de proceder a la trilla. Previo a esta faena, las eras circulares habían sido aplanadas con el rulo o ruejo: una piedra cilíndrica que servía de apisonadora.  Después, el trigo y la paja se desparramarían en el suelo. El primitivo trillo, con las cuchillas y piedras de pedernal vueltas hacia abajo,  era enganchado a un mulo que tiraba de él, dando giros sin cesar por encima de aquella parva. Cuando se creía conveniente, se renovaba el grano y la paja para seguir dando vueltas y más vueltas. La paja era recogida y amontonada en los pajares, o incluso dentro de las casas, con el consiguiente peligro de incendio que esto suponía. Las existencias deberían durar hasta el año que viene.

            Llegado este momento, era cuando las mujeres adquirían más protagonismo. Cada una, ataviada con delantales fuertes y pañuelos en la cabeza, portaba un cedazo y se disponían a cribar el grano, sacando así todas las pajas, hierbas y piedras, o sea, la granza, que acompañaba a revueltas del grano. Días y días cribando. Los segadores extremeños se irían a otras haciendas que los contrataran, cuando hubieran cobrado. En aquellos pueblos castellanos de secano nada se hacía sin dinero. Todo debía llevar el consiguiente precio. Los agricultores debían de adelantar siempre los sueldos de los obreros. Tenían que jugársela. Si teniendo la cosecha en la era venía una tormenta con granizo y se perdía la mayor parte, como alguna vez ocurrió, perdían cosecha y sueldos. Por eso, apuraban el trabajo de la era porque era el peor momento de todos, el más arriesgado.       

Aquel verano del 32, Jacinto Sisamón, agricultor de tierras de Castilla, se daba cuenta de que las fuerzas que en otro tiempo le acompañaban, ahora le habían abandonado. Ya contaba con 55 veranos a sus espaldas y su vida había sido penosa.  Toda ella la pasó batallando con los campos de labor. Labrando con caballerías cuando era tiempo de labranza y había tempero. Retirando piedras de los campos para ponerlas en las lindes o ribazos. Afanándose porque su familia tuviera qué comer. Y siempre mirando al cielo no queriendo ver aquellas terribles nubes preñadas de granizo.

 Fue dolorosa y triste la pérdida de su esposa Lucía. Con la sensación del deber cumplido, no le quedaba más remedio que, poco a poco, dar paso a sus hijos Mariano, el mayor y Lucas, el benjamín. Sus hijas, Rosita y Antonia aún eran jóvenes. Las casaría con mozos del pueblo o de los alrededores, pero bien situados económicamente, para que no pasaran estrecheces. No se merecían menos.

            Por ahora, Jacinto procuraba vigilar las labores en la era. Cuidando de los mulos y limpiando los albardones de paja. Pero sin quitar la vista a aquella cuadrilla de mujeres que se esforzaban en la tarea de cribar el trigo en un corro. Ellas no paraban de mover sus manos. Con un golpe de muñeca, lanzaban la paja hacia arriba, quitando el cedazo en el último momento. El grano quedaba dentro y la paja volaba para caer al suelo, en el centro de aquel círculo de mujeres.

            Mariano,  el mayor,  estaba en la edad de encontrar novia y aquel era un buen momento. Junto a sus dos hermanas, estaban las empleadas. Gregoria, Abilia, Manuela y Hortensia. El grupo de seis mujeres no cesaban de cuchichear. De vez en cuando, Manuela, la de más edad, provocaba a Mariano para que les dijera el nombre de su  novia. Mariano se defendía diciendo que aún no había decidido, pero la futura madre de sus hijos, se hallaba no muy lejos de aquella era, dejando entrever que era una de las cuatro braceras. Todas rieron al unísono. Hortensia y Abilia se ruborizaron al escuchar expresarse al mozo casadero. Ambas se sabían las afortunadas dueñas del corazón de Mariano aunque nunca hubieran hablado de ello. Las dos mozas veían una buena oportunidad para entrar a formar parte de aquella hacienda. Ya no trabajarían más por cuenta ajena ganando unos pobres sueldos por una jornada de sol a sol. En aquella casa, se mataban tres tocinos cada año y el corral estaba siempre lleno de gallinas y conejos. No pasaban hambre, a no ser que la temida tormenta con granizo viniera a destrozar los cultivos. Manuela, sin embargo, sabía que ella no podía optar a ser su novia. Había quedado claro que no le gustaba. Además, ella había andado con otros novios antes. Era amiga de retozar en los pajares, acompañada de algún hombre sin reparos.  Por otra parte, Gregoria era tímida y muy humilde. Continuamente dispuesta a agradar con una hermosa sonrisa. Pero debido a su timidez, siempre andaba en un segundo plano, dejando la voz cantante a sus compañeras. Por lo cual, ella misma se excluía.

            Mariano conocía la manera de pensar de cada una de ellas. Se sentía utilizado. Pero su padre le daba buenos consejos. Le decía que un hombre como él no podía quedarse soltero. Una mujer era el apoyo de cualquier agricultor de aquella zona. Su madre, había fallecido hacía dos veranos. Ella siempre le preparó para cuando se casara. Así que, viendo cómo pensaban sus padres, se dispuso a dar el paso.

            Una vez que el sol hubo desaparecido detrás del horizonte y próximo el anochecer, las mozas recogieron los cedazos y se dispusieron a volver a sus hogares.  Un último trago del botijo y se marcharían.  El padre ordenó a Mariano y Lucas que las acompañaran. No se atrevía a dejarlas volver solas. No sabía lo que iban a encontrar en las afueras del pueblo. Aquella cuadrilla de extremeños aún andaban por la comarca esperando ponerse en marcha hacia otros campos que los emplearan a destajo.

            —Venga, Mariano. ¿Mañana nos dirás cuál de las mozas va a ser la elegida o tenemos que llegar a ser unas viejas arrugadas? Que no te vamos a esperar toda la vida. Decídete, muchacho.

            —Sí, mañana os lo diré. Como no tengo muy claro quién va a ser, lo dejaré al azar. Se me ha perdido el anillo que me dejó mi abuelo en herencia. Creo que ha sido en el montón de la parva. Aquella que lo encuentre, será la afortunada.

            Abilia y Hortensia se miraron ilusionadas. Al día siguiente se esmerarían por encontrar aquel preciado anillo. Ambas durmieron poco aquella noche. Abilia, inmersa en sus fantasías, imaginando la vida de señora que le esperaba. Hortensia, disfrutando por su victoria ante las demás, haciendo que murieran de envidia por llevarse al mejor mozo de la población.

            A la mañana siguiente, al rayar el alba, las dos hijas de Jacinto y las cuatro jornaleras estaban de nuevo cerniendo la parva. Toda la mañana estuvieron pensando en el anillo. Por eso, se afanaron en trabajar lo más rápido posible. Cuantas más veces llenaran el cedazo, más posibilidades tenían de encontrarlo.

            La hora de la comida llegó. Unas migas a la pastora, sirvieron de condumio, regadas por un vino recio con cierto sabor a vinagre. Después, se acostaron encima de la paja, para dormir una siesta corta, evitando así las horas de más calor. En los momentos de descanso, era cuando volvían a la carga acerca del casamiento.

            —Dinos, Mariano. ¿Y si no encontramos el anillo?

            —Entonces, me quedaré soltero. Pero seguro que lo encontraréis.

            La tarde transcurría despacio. El polvo de la era se convertía en pequeños torbellinos cuando la brisa suave pasaba a ser viento fuerte. Era bochorno. Aire cálido proveniente del sureste. Como mejor se aventaba era con viento de arriba, del Norte. Lucas, el hijo pequeño, con una horca de madera, echaba grandes puñados de paja a lo alto, viendo como  ésta, que pesaba poco, salía volando y los granos caían al ser más pesados. También,  se encargaba de amontonar el grano con un rastrillo y un escobón para que las mozas lo recogieran. Mariano se ocupaba de que no les faltara material para su trabajo. Además, la paja sobrante era amontonada en el pajar. De vez en cuando, los dos hermanos se ocupaban de aplastarla, pisándola y saltando, dejándose caer en blando, dando piruetas en el aire. Era lo que más les gustaba de la trilla.  De esta manera, metían el triple de paja en aquella vieja construcción. En otros tiempos, la parte superior había servido de palomar, pero hacía años que nadie se ocupaba de criar pichones.

            Cuando el sol había recorrido los tres cuartos del cielo, las sombras de las casas cercanas se prolongaban sobre la era y el calor disminuía.

            Mariano se acercó a ellas con el botijo. Todas sonrieron al verle. Hasta sus hermanas adivinaron el juego que se traía.

            —¿Qué? ¿Cómo va la búsqueda?— preguntó Mariano, echando un trago largo.

            —Aquí seguimos. ¿Seguro que lo has perdido? ¿O es una estrategia tuya para que laboremos con diligencia?— respondió Manuela exigiendo con la mano extendida que le pasara el botijo.

            —No. Os puedo asegurar que el anillo existe, —y girando la vista hacia su padre, le preguntó a voces —Padre, ¿aquellas nubes de allí traerán granizo?

            Fue el momento, en que todos miraron hacia el punto que señalaba Mariano. Hacia la Sierra madrileña, unos nubarrones se habían formado no hacía mucho.

            —No tengas miedo y pierde cuidado. Aquellas nubes van a contraviento. Hoy no nos toca a nosotros, pero puede que descarguen sobre aquellas tierras.

            Todas las mozas habían parado su trabajo y con la mano a modo de visera, se dispusieron a mirar el frente nuboso que pronto desaparecería, movido por el viento.

            Ninguna se dio cuenta que Mariano, zorro viejo a pesar de su corta edad, había deslizado el anillo en uno de los cedazos. Estaba claro que no iba a dejar al destino que eligiera a su amada. De hecho, en secreto sabía quién iba a ser. Bastaba urdir un plan y que éste surtiera efecto.

            Las mozas continuaron con la cernida. Como cada tarde, comenzaba el dolor de espalda y de brazos. Pronto anochecería y descansarían. Además, hoy había un premio añadido. Hortensia y Abilia se bregaban para encontrar el anillo. Manuela les enardecía con sus palabras y arengas. Gregoria permanecía a la expectativa.

            Hortensia creyó ver algo brillante en su cedazo. Lo depositó en el suelo y lentamente con sumo cuidado, volteó el trigo. No, esta vez su vista le había jugado una mala pasada. Todas vieron su decepción.

              Abilia, desesperada, se dio por vencida al no encontrar nada.

            Entonces, Gregoria, la más modesta de todas, apartó el trigo para recoger una piedra pequeña que se había colado entre los granos.

 ¿Una piedra? No. Era el anillo de oro. El destino y  Mariano le habían elegido a ella.

De esta manera, Mariano supo apartar “el grano de la paja”.

(Daniel Vera Mateo, Zaragoza. Accésit II Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2019).

La despedida

La despedida

Foto Jesús Alba

Marina se quedó completamente petrificada. La sórdida imagen que se presentaba ante sus ojos tenía poco que ver con el vago recuerdo que poseía de su niñez. La vida había sido arrancada hasta el último rincón. Era desolador. ¿Y ahora qué? Con un movimiento involuntario se aseguró de que la mochila de cuero seguía tras su espalda. Por un instante por su cabeza cruzó la idea de acercarse a uno de los robustos hombres que trabajaban allí para preguntar. Sin embargo, la joven se giró, respiró profundamente y caminó de vuelta al Seat Toledo aparcado a pocos metros de distancia. «Necesito pensar».
Juan le esperaba en el coche con los ojos abiertos de par en par. Los dos coincidían, el viaje había sido en balde. Aquella semana había sido una de las más duras de sus vidas y aquello era otra desdicha más.
Marina reprimió sus lágrimas, se ató el cinturón e indicó a su hermano que hiciese lo propio.
Sin decir una palabra la chica arrancó el coche. A menos de un kilómetro se detuvieron en La Abadía; un antiguo caserón de piedra del que provenía un intenso olor a pan recién horneado.
Marina se detuvo delante, fijó su mirada en un viejo cartel situado al lado del portón principal que se le antojaba familiar y preguntó:
—¿Recuerdas este lugar, Juan?
El muchacho se acercó cabizbajo a la entrada principal y asintió. Luego, su mirada se concentró en una mujer de avanzada edad que parecía estar custodiando la entrada sentada a la sombra de una morera que se había hecho hueco entre las baldosas cercanas al portón principal. Juan la contempló inquieto y advirtió que su mirada estaba perdida en el horizonte. Parecía ausente.
Repentinamente, Juan apartó su indiscreta mirada para no incomodarla y se percató de que su hermana había desaparecido tras las cortinas de la puerta
—¿Eres de por aquí, hijo? No me suena tu cara, ¿tú de quién eres muchacho? —gritó la señora que parecía haber despertado de su letargo.
Juan pegó un brinco y buscó con la mirada a la anciana que había vuelto en sí con una fuerza impropia de su edad. Juan buscó sin éxito las palabras adecuadas.
—Hijo, qué de quién eres nieto o hijo, ya sabes, aquí somos cuatro gatos y nos conocemos todos así —balbuceó la mujer que esperó paciente y animada ante la posibilidad de revivir algún momento de su pasado—. Espabila muchacho. Dime.
Juan sonrió. Aquella mujer destilaba una calidez y fuerza que ya había visto con anterioridad.
Indudablemente debía ser fruto de la crianza en el campo.
—Pues soy nieto de Valen...
—¡Ay, mi Valentina! Valentina Redondo Rueda. ¡Dios bendito, qué alegría! Éramos uña y carne hijo. Uña y carne. En esta tierra crecimos felices. ¡Sí señor!— Exclamó la mujer.
Juan se encogió de hombros, tomó asiento y escuchó atentamente
—Éramos muy amigas pero ya sabes... las vicisitudes de la vida hicieron que nuestros caminos se separaran. ¡Gran mujer tu abuela!.
La señora hizo una pausa y con un breve gesto sacó un pañuelo bordado a mano que adelantaba la sucesión de la narrativa. Según sus palabras aquel lugar, que hoy se presentaba desértico, solía ser hermoso, lleno de vida y paz.
Juan se decidió a preguntarle por las vivencias compartidas con Valentina.
—Lo que tu abuela tenía de cabezota, también lo tenía de corazón —añadió rápidamente—. Se despertaba con las primeras luces cuando cantaba el gallo del corral de Alfonso. Ella cogía la bicicleta hasta Aranda cada mañana para ir al mercado y volvía cargada con productos para su tienda. Había que tener unas piernas bien torneadas y ser muy valiente para enfrentarse a diario a la cuesta del Campillo.
Él se limitó a esbozar una media sonrisa. La voz temblorosa de la octogenaria hacía que afloran ntensamente emociones que Juan conseguía hacer remitir a duras penas.
—La vida era muy dura —Prosiguió la mujer que parecía ser ajena a cualquier reacción del muchacho—: Yo me repartía entre las labores de la casa, la cosecha de trigo y la época de vendimia.
Las manos de la anciana evidenciaban numerosas manchas seguramente consecuencia de las largas jornadas al sol y su piel áspera y cuarteada eran claro reflejo de la dura labranza del campo.
—El río era la fuente de nuestra riqueza. – añadió la mujer
Cuando apenas levantaba unos palmos del suelo Juan ya había oído hablar del Riaza. Los habitantes del pueblo pasaban el poco tiempo libre que tenían allí descansando junto a su vereda. Era habitual encontrar el lugar lleno de animales. Su abuela solía decir que había días que parecía más un zoológico que un río.
—Los veranos allí eran maravillosos sabe Dios, chiquillo—comentó sonriendo la mujer—. Se oía el cantar de los mirlos y el susurro de la corriente que antaño corría salvaje y pura. La luz entraba suavemente entre los chopos y la maleza crecía fuerte y desordenada junto a la orilla. Incuestionablemente, antaño el Riaza había sido guardián de la vida, el amor y la amistad de las gentes del pueblo.
Juan examinó a su hermana que se acercaba con paso firme hacia la mesa. Marina colocó los dos cafés y se sentó entre los dos buscando unirse a la conversación que se le presentaba cuanto menos interesante. Amablemente saludó a la anciana y esperó en silencio a que continuara.
—Sí maja, le comentaba a tu hermano que cuando era joven fui muy amiga de tu abuela, pero ya sabes... las vicisitudes de la vida nos llevaron por caminos diferentes.
—¡Qué alegría! —exclamó Marina—. Nuestra abuela nos ha hablado mucho de la vida en Torregalindo y nosotros solíamos venir de pequeños. Aunque confieso que lo recordábamos distinto…
La mujer abrió los ojos de par en par tras las palabras de Marina y los surcos en su rostro se tornaron más profundos. Sin más dilación, añadió:
—¡Una porquería, corcho! —La mujer sacudió la cabeza en gesto de desaprobación—.
Discúlpenme la palabra señoritos, no acostumbro a tener la lengua tan larga.
Los dos muchachos soltaron una sonora carcajada y asintieron aprobando la respuesta de la anciana.
Una agradable charla con la señora Matilda y dos cafés después, habían sido suficientes para averiguar por qué el pueblo de su abuela había sufrido tal transformación. Por lo visto, no había sido otra cosa que el resultado de una consecución de infortunios y su familia había jugado un papel decisivo.
Isidoro, padre de Valentina, había sido por herencia poseedor de una gran parte de las tierras del pueblo. Pueblo del que era amante y protector. Isidoro había sido un hombre muy querido por los habitantes de Torregalindo.
Cuando Matilda y Valentina rondaban la quincena, Isidoro comenzó a recibir todos los años la visita de dos hombres de vestimenta impoluta y aires de ciudad. Llamaban mucho la atención ya que en el pueblo se vestía mucho más humilde. Ropa de campo; cómoda y para nada presuntuosa. Esos “sinvergüenzas”, como Matilda los había calificado, solo querían hacer negocio, y cada año aumentaba la suma que ofrecían. Por lo visto querían construir una autopista que pasara por allí pero Isidoro siempre se negó. No estaba dispuesto a perder su tierra, con sus campos de trigo, el castillo, las estrechas callejuelas. Cuando él murió dejó en herencia todo a su hijo Tomás; hermano de Valentina, por la única razón de que estaba mal visto que las mujeres heredasen. Gracias a Dios algunas cosas habían evolucionado positivamente. Según tuvo la oportunidad, el primogénito vendió hasta la última de las tierras sin respetar los deseos de su padre y por ello Valentina rompió toda relación con él.
Tanto Juan como Marina repararon en el sufrimiento de la anciana. Según avanzaba el relato, el temblor de sus manos y voz se acentuaba dibujando una escena descorazonadora.
—Pues pobre Isidoro, ¿no? —preguntó Juan abrumado.
—¡Desde luego! —respondió la mujer—. Y con aquella venta llegó la sentencia de todo el pueblo. Si mi memoria no me falla, a los dos meses ya estaban manos a la obra. ¡No tuvieron ningún respeto!
Juan miró a su hermana de reojo buscando su aprobación para parar la conversación que había inmerso a aquella lugareña en una espiral de duros recuerdos, pero Marina, ajena a todo estímulo externo la contemplaba embaucada por sus palabras. El joven decidió no intervenir.
—¡Qué pena!, esto se llenó de máquinas y toda clase de chismes del demonio, niños —se lamentó la señora—, no se podía ni respirar. Una polvorera insufrible. Tras la venta de las tierras y el comienzo de las excavaciones encontraron minas y no dudaron en arrasar con todo lo que se ponía a su paso; árboles centenarios, animales salvajes, huertos, negocios locales, etc.
Una única decisión sepultó a un pueblo entero, la mayoría de aldeanos se fue y solo unos cuantos se animaron a quedarse para trabajar en las minas, entre ellos mi marid. Mi Gregorio.
Matida hizo una breve pausa para aclararse la voz y continuó:
—En menos de un año todo había desaparecido —comentó agarrándose fuertemente al bastón—. Afortunadamente, el recuerdo queda en todos nosotros. Y en nosotros está conservarlo. Somos el hilo que une el pasado y el presente.
—¿No se ha conservado nada, Matilda? —preguntó Marina intrigada.
La anciana se acercó el pañuelo a los ojos para limpiar las lágrimas que asomaban a sus ojos y recobró fuerza para responder:
—Poco. Lo único las tierras de la Paqui, casi llegando a Hontangas. La naturaleza se ha resistido a abandonar aquel lugar. Deberíais dar un paseo por allí, os gustará.
—Desde luego, lo haremos sin duda. —Marina pegó el último sorbo a su café y se levantó con un suave movimiento—. Ha sido usted muy amable señora. Gracias por todo. —concluyó.
—Bonita, antes de que os vayáis —añadió Matilda extendiendo la mano—. Que me lío con mis historietas y se me va el santo al cielo, ¿cómo está la Valentina? Solíamos estar en contacto pero… bueno, ya sabéis, las vicisitudes de la vida separaron nuestros caminos.
Marina tragó saliva y se quedó pensativa unos segundos con la esperanza de encontrar las palabras perfectas:
—Valentina está estupenda. Muy tranquila. Os manda muchos saludos a todos. Estoy segura de que a ella le habría encantado venir y charlar con usted.
Instantáneamente a la mujer se le iluminó el rostro y aliviada esbozó una entrañable sonrisa.
—Por cierto, una última cosa antes de que retomemos el camino, ¿cuál es su nombre? —preguntó la chica.
—Me llamo Matilda, niña — afirmó—. Mandadle recuerdos a Valentina de mi parte.
Matilda hizo un breve ademán anunciando la despedida y miró a la mujer con dulzura. «Mi abuela así lo habría querido» pensó.
Juan y Marina caminaron varios kilómetros rodeando el área de las minas hasta encontrar el paseo al que se había referido la anciana. Tenía razón. Aquel lugar parecía estar varado en el tiempo. Imperturbable. Mágico.
—¿Qué te parece, Juan? —preguntó Marina.
Marina leyó en los ojos de Juan la respuesta y los dos se quedaron en silencio contemplando por unos minutos el idílico paraje que ofrecía a su paso las aguas del Riaza.
La muchacha se echó las manos a la espalda y agarró la mochila con cuidado. Con delicadeza sacó la urna que se encontraba en su interior y la abrió. Al hacerlo sus extremidades comenzaron a temblar y notó cómo el corazón latía desbocado en su pecho. Juan agarró con fuerza la mano de su hermana y la abrazó. Los jóvenes intentaron apaciguar el dolor por un instante. Finalmente, la chica se hizo con el control de su mano temblorosa y consiguió sacar la bolsa que había en su interior. Se la acercó a su hermano que sin separarse de ella agarró un puñado del polvo gris que albergaba en su interior y lo arrojó suavemente entre la maleza mientras las lágrimas recorrían su rostro. Puñado tras puñado Marina dedicó unas últimas palabras a su querida abuela. Cuando no quedó nada en la bolsa la joven consiguió a duras penas susurrar unas palabras de despedida:
“Yaya, aquí fuiste y serás feliz. Matilda te manda recuerdos. Te quiere mucho, como nosotros”.

(María de las Mercedes Martínez, Madrid. Finalista II Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2019).

Hornazo, sardina y vino

Hornazo, sardina y vino

Foto Jesús Alba

—Tómate otra cucharada. Apenas has cenado hoy.
—Se me hace bola. No sabe como la que preparaba Felipa. —Se quejó a regañadientes… bueno, los pocos que le quedaban. —Y te he dicho que le eches otro leño a ese fuego, este salón parece un frigorífico.
Sagrario sonrió de soslayo, mirando con dulzura los ojos pardos de su padre. Consultó la hora en el móvil. Fernando jugueteaba en el caldo con una cuchara de madera: imposible hacerle comer la sopa de setas de cardo con otro cubierto que no fuera el cucharín de roble de la abuela. Sentada frente a aquel rostro que se perdía en un laberinto de arrugas curtidas por los años de trabajo al sol, su hija volvió a mirar el teléfono de manera automática.
—Cena, papá, se hace tarde.
—Te quedas embobada con ese cacharro y no me haces ni caso: que tú no eres de esa generación. Mira, mira, mira —dijo, demostrativo y juguetón, exhalando al aire—: hasta vaho sale del frío que hace en esta casa. Para que luego digan los de Rebollo de sus inviernos. Ellos no podrían pasar un San Sebastián aquí ni remojados de tinto. ¿Te acuerdas de las peleas que echábamos cuando erais chicos? ‘Batallas de nieve’ las llamaba Felipa, el primero en llegar al rollo de la plaza sin recibir un bolazo ganaba. Y los chupones que se forman en el campanario, ¿qué? Le encantaría verlo a tu madre, lo alto que se ha quedado tras las obras. Con ascensor y todo. Venga, ponle otro leño a ese fuego.
—Papá —respondió Sagrario dulcemente—, tenemos la calefacción a 23 grados, es más que suficiente.
—¿Y el vaho?
—¿El humo de la sopa? Y eso que llamas fuego es la televisión.
—A cualquier cosa le llamas tú sopa, Sagrarito. Y como le pegue un leñazo a la televisión, ya verás como sí que sale fuego. —Bromeó.
—Venga, tómate otra cucharada, anda. Te he preparado paciencias de postre. —Le dijo, guiñándole un ojo en gesto de complicidad.
—Paciencia, sí señorita, eso es lo que necesito yo contigo. Si mamá te viese… qué mayor te has hecho. Tienes su misma naricilla. ‘La chata’ la apodaron simpáticamente los vecinos. Casi nadie usaba lo de Felipa. —Tomó un poco más de sopa, fingiendo desgana—. ¡Mantequilla! Le falta mantequilla. Todo el día atontada con ese aparato y no sabes hacer ni una sopa. —Otra cucharada—. Conste… —otra más— que me la como para no tirarla, —una más, que paladea con gusto—, no porque esté buena.
Y le devolvió el guiño.
En ese instante un sonido llegó desde fuera. Allende los muros, más allá de la pared que daba a la calle Barruelo, un estruendo, un soplo grave y corto alertó a la mujer.
—¿Has oído eso? —Dijo Sagrario asida al móvil y apagando el televisor para escuchar en silencio.
Fernando, el padre, dejó la cuchara con mucho cuidado sobre la mesa. Se limpió con la servilleta de tela azul desgastada y sonrió de soslayo, tal y como lo había hecho ella hacía unos segundos: mirando con dulzura los ojos pardos de su hija.
— Ya vienen.
— ¿Cómo?
— Ven siéntate. Bueno no, ya que estás de pie, trae esas paciencias que dices que me has preparado.
— Pero ha sonado como…
— ¿Te he contado alguna vez cómo fue la noche en que nos dejó Felipa? —La interrumpió.
— Papá, ahora no. Deberíamos llamar a la guardia civil, y si…
— Cuánto daño os han hecho esos cacharros. —Volvió a interrumpir a su hija. Estaba tranquilo, risueño, con una chispa de vitalidad nueva, distinto al humor de siempre, a la alegría protestona que mantenía durante la cena—. Lástima que en este pueblo no sea como en otros. Mira, ahí sí que tienen suerte lo de Rebollo, que no les llega la tapadura a los móviles.
—Cobertura. —Le corrigió riendo Sagrario. — Ya lo sabes, te empeñas en llamarle tapadura a la cobertura.
—Al menos he conseguido que te rías. Vamos, me he ganado unas paciencias, pero más te vale que no estén muy duras, me quedan menos dientes que los seis que dijo Cervantes que conservaba antes de marcharse.
—Hombre, ya salió el culto.
Sagrario se acercó a por el plato de paciencias que había dejado en la cocina. Eran el dulce favorito de su abuelo. Una especie de galletas pequeñas hechas con harina, limón, azúcar y claras. Y el truco de Felipa: un chorrito de anís para alegrarlas. Si estaban bien hechas, se tendrían que deshacer en la boca con la propia saliva, por lo que, con dientes o sin ellos, a Fernando le chiflaban.
—Que sea de campo no significa que no sepa leer, o peor todavía: que no me guste leer. Otra cosa es que no lo haga en esas pantallas horribles en lugar de en papel. Yo no entiendo cómo tú, que eres profe, no te niegas a utilizar esos chismes. Si son de otra generación, hija. Con el gusto que da abrir un libro, oler sus páginas, acariciar el lomo.
—El postre—. Dijo, dejando el plato de dulces sobre la mesa.
Un nuevo sonido se hizo presente.
Una especie de silbidos graves, profundos. Un eco melódico que, a pesar de serle conocido, Sagrario no logró identificar.
—Siéntate, Sagrarito.
Sonó más cerca. Esta vez hacia la esquina. Algo se aproximaba desde la calle Palacio.
—¿A qué huele, papá? —Olfateó en el aire—. Es raro. ¿Tú no lo…? Salino, como a lluvia.
—No, no es lluvia.
—¿Lo hueles? ¿Qué es? Creo que voy a llamar a la policía.
Fernando le cogió la mano suavemente y la convidó, con dulzura, a que se sentase junto a él.
— ¿Te he contado alguna vez cómo fue la noche en que nos dejó Felipa?
Ella se ferraba a su teléfono móvil de forma ridícula. Al verla daba la absurda impresión de que creyese que este le fuera a proteger de cualquier cosa. Por fin, cedió y se acomodó junto a su padre. Tensa. Atenta a cualquier nuevo ruido.
— Ahí está el problema de esos cacharros. Os va la vida en ellos.
— Te tenías que haber mudado con nosotros a Madrid, papá y no quedarte aquí solo. Voy a llamar a la guardia civil, ese ruido no era normal…
— De eso nada, allí no hay sardinas y vino.
— Pero ¿qué dices?
— En los pueblos nos quedamos casi casi casi solos, de acuerdo. —Le interrumpió por enésima vez retomando sí o sí su relato— Salvo por alguna hija que deja al marido y a los chiquillos en Madrid para pasar este aniversario conmigo. Ya me podías haber traído a los nietos. A ver cómo estaban de grandes la Patri y el Javito. Ella ya ha doctorado, ¿no? Qué viejo me hace sentir eso. Profe también, como su madre la Sagrario.
—Si avisamos ahora al cuartelillo aún tardarán en venir y…
—El órgano. —Le dijo asertivo, quitándole con cariño el móvil de las manos.
—¿Cómo?
—Mmmm, estas paciencias sí que te han salido bien.
—¿Qué órgano? ¿El de la iglesia de la Santa Cruz?
—Sí, esos querubines locos… —no pudo contener una carcajada—. Esas figurillas inquietas, a veces, bajan y hacen de las suyas aporreando el instrumento en noches especiales. Juraría que eso que has oído era un re sostenido… o un mí, no estoy seguro.
Un nuevo sonido se hizo presente.
Una especie de silbidos graves, profundos. Un eco melódico que, a pesar de serle conocido, Sagrario no logró identificar.
—Siéntate, Sagrarito.
Sonó más cerca. Esta vez hacia la esquina. Algo se aproximaba desde la calle Palacio.
—¿A qué huele, papá? —Olfateó en el aire—. Es raro. ¿Tú no lo…? Salino, como a lluvia.
—No, no es lluvia.
—¿Lo hueles? ¿Qué es? Creo que voy a llamar a la policía.
Fernando le cogió la mano suavemente y la convidó, con dulzura, a que se sentase junto a él.
—¿De qué hablas, papá? —Preguntó Sagrario cogiendo un dulce.
—¿No has dicho que las habías hecho para mí? Por lo menos podrías pedirme permiso. —Bromeó.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás de repente tan contento?
—¿Tú qué eres? ¿¡De Rebollo!? ¿Ya no puede uno estar contento o qué?
—Sí, pero normalmente por estas fechas te pones… ya sabes: más sensible. Es el aniversario de la muerte de mamá y tú sueles…
—Anda, come. Come y déjame que te cuente precisamente cómo fue la noche en que nos dejó Felipa. Ella ya estaba malita. Ironías de esta vida: yo estoy abrasado de trabajar el campo al sol y es ella la del ‘malonoma’.
Sagrario lo miró enternecida, ladeando la cabeza. Mucho más tranquila, como si hubiera olvidado el ruido, el olor extraño, la preocupación: incluso el móvil que, por primera vez en toda la noche, no aferraba entre sus manos.
—Sí, sí. Sé que no se dice así, aunque la chata lo rebautizó como malo-noma en lugar de melanoma cuando se lo diagnosticaron. Lo que te contaba: aquella madrugada se puso a tararear una letrilla de cuando éramos chicos: “Esta noche rondo yo …” ¿Te suena?
—No mucho.
—“Esta noche rondo yo, mañana ronde quien quiera. Esta noche rondo yo la calle de mi morena”. Entre canturreo y canturreo me decía “¿No los oyes, Fernando? Ya están pidiendo el somarro. ¿Qué tienen que celebrar hoy estos quintos? Si no tenemos nada que darles para el hornazo. Esta noche rondo yo, mañana ronde quién quiera…” —Fernando tomó aire y continuó recordando—. Yo pensaba que era efecto de la medicación. No era la época, no se oía nada en la calle. Me senté en la cama a su lado y ella me cogió la mano suavemente.
Sagrarito miró la mesa. Hacía rato que su anciano padre le había cogido a ella la mano… suavemente. Y no se la había soltado.
— ¿Y entonces?
— Fue lo más bonito que habíamos vivido en años. Y fue nuestro. Solo nuestro y de aquí. De la tierra, de nuestra tierra. Eso no lo podrá entender nunca nadie, Sagrarito. Por muchos móviles y mucha tapadura que haya para los dispositivos.
— No te sigo.
— Entonces lo oí. Yo también los oí: “Esta noche rondo yo la calle de mi morena”. Felipa me miró comprendiendo que yo también los sentía. “Todos los que cantan bien se arriman a la guitarra, y yo como canto mal, canto en la puerta la fragua…” canturreaban fuera, cada vez más cerca, como si se aproximasen a la pared que da a Barruelo desde la calle Palacio. Guitarras, tamboriles, un txistu soriano… hasta podía oír aporrear el órgano de Santa Cruz. La chata se incorporó entonces en la cama. Sonriente, estaba tranquila, risueña, con una chispa de vitalidad nueva, distinta al humor de siempre, a la alegría protestona que mantuvo durante toda la enfermedad. El aire empezó a olerme raro, salino: a pescado y uva. Ya conoces a mamá, no hacía falta decirle nada, parecía que me leyera el pensamiento la jodía. “Sí”. Me dijo. “Marcho a lo grande, Fernandito. Como no podía ser de otra manera en Velamazán. Viene el marqués a recibirme con la sardina y el vino que en tiempos pasados solía regalar, cada año, por San Sebastián. Tú también los oyes. Tú también lo hueles. Pena no poder llevarme al cementerio viejo, a la ermita del cerro, a la de San Sebastián precisamente.” Me miró a los ojos y me sonrió: “No me pongas esa cara, Fernando, que te queda Sagrarito. El Javier, su marido, es buen hombre y la Patri y el Javierito son para comérselos. Abrázame. Vamos, que es hora de mi fiesta.” Y, tumbándose de nuevo, se marchó tarareando “adiós barrio…”
—Por eso… —Sagrario apenas logró balbucear unas palabras. Tenía un nudo en la garganta y una lágrima contumaz peleando por salir antes de dejarle terminar la frase—. Por eso no quisiste mudarte a Madrid con nosotros.
—Nunca se sabe cuándo van a venir a pedir somarro… para celebrar la marcha de uno mismo con un buen hornazo. —Rio, enseñando los cuatro molares pelados que resistían en su desgastada boca.
—No, papá…
Al otro lado de la puerta, la hija escuchó tamboriles, guitarras, un txistu soriano… incluso creyó oír aporrear el órgano de la iglesia de la Santa Cruz. Una trabazón le apretó el estómago.
—No puedes… —Le temblaban las manos. La voz era poco menos que un crepitante susurro.
—Shhh. No me pongas esa cara, Sagrario, que te queda la Patri. El Rafita es buen hombre, aunque se dedique a eso del teatro… bohemios; pero la quiere y se cuidan. Yo marcho a lo grande —rio animadamente, feliz—. Ya quisieran los de Rebollo partir con sardinas y vino. Esto es nuestro, solo nuestro y de aquí. De la tierra, de nuestra tierra. Abrázame. Vamos, que es hora de mi fiesta y ya sabes cómo se pone la chata cuando llego tarde.
En el zaguán de la puerta, padre e hija oyeron música. Una voz casi olvidada para ella, aunque no para él. Escucharon risas y alegría. Y Fernando, recostándose en la silla, tarareó, entornando los ojos, uniéndose a Felipa en aquella tonadilla de antaño que decía: “adiós mi Valamazán: la arboleda y el plantío. Adiós mi Velamazán, que, aunque me voy, no te olvido”.

(Rafael Negrete-Portillo, Madrid. Finalista II Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazan", agosto 2019).

El ahorcado

El ahorcado

Foto M. A. Martínez

            Después de la muerte de su amigo Eustaquio ya sólo quedaba él en el pueblo: Amadeo Aguado Martínez, viudo, dueño de una almazara que apenas se usaba y, desde hace un tiempo, harto de la vida. Bueno, él y su perro Canuto, un perdiguero de raza que tenía miedo a los conejos. Todo lo que Amadeo había conocido se iba a la mierda. Todo lo auténtico que le enseñó su padre, su abuelo y lo que él había tratado de inculcar a su hijo ya no valía nada. Su pueblo, su querido pueblo en el que había pasado todos los días de sus setenta y siete años, estaba agonizando.

            Solo hacía un mes que su compadre Eustaquio Ballestín había muerto en Zaragoza. El pobre hombre quería morir en su casa del pueblo, donde habían muerto su mujer y todos los Ballestín que recordaba. Pero no, su hija que era médico se lo llevó a Zaragoza, al Clínico, para quitarle una hernia que tenía desde hacía 20 años y que no le molestaba. Pero lo que verdaderamente quería la hija era llevárselo porque, según decía, en el pueblo no hacía otra cosa que emborracharse todas las noches con el Amadeo. Le quitaron la hernia y pasó la convalecencia en casa de su hija; en compañía de dos nietos se pasaban el día jugando con la Play Station y riéndose de que su abuelo no sabía manejar el mando de la tele. A las dos semanas lo encontraron muerto. La familia lo llevó en secreto, pero se corrió que se había bebido una botella de desatascatuberías. La víspera de irse a a Zaragoza a la operación, el Eustaquio se pasó por casa de Amadeo para despedirse. No sabría decirlo pero aquella despedida sonaba a definitiva. De hecho, para no emocionarse -ya que a los dos se les escapaba la lagrimilla-, hablaron de lo de siempre. De cuando el pueblo tenía maestro, cura, coadjutor, médico, ayuntamiento, servicio de cartería, taberna, una tienda de ultramarinos y la chicarrería llenaba las calles de gritos. Todos se habían ido poco a poco, nadie quería saber nada de ganarse la vida con el ganado, ni con los almendros, ni recogiendo olivas en invierno.

-Ese trabajo lo hicieron nuestros padres y nuestros abuelos y tiraron “pa´lante”.

            Y esa noche de despedida, cuando estuvieron a salvo de miradas, a los dos se les escapó esas jodidas lagrimillas.

 

            La verdad es que por el pueblo no pasaba el río, ni tenía un bosque rico donde a los vecinos les correspondiera una “suerte” de leña, ni diputación se había gastado un duro en arreglar el camino hasta la carretera general. Así que los jóvenes se iban yendo y los que se iban volvían en vacaciones un par de días para pasearse todo chulos por el pueblo con sus coches nuevos y tirando de billetera en la taberna de Celedonio.

 -Esos tuvieron la culpa –decía el Amadeo-. Que hacían creer a todo el mundo que en la ciudad ataban los perros con longaniza. Y más de uno que se las daba de “paquete”, las ha pasado bien putas. Otra cosa es lo de mi hijo.

            El hijo de Amadeo se marchó al seminario recién muerta la Reme, su madre. Al Amadeo le hubiese gustado que aquel muchacho delgado y ágil que sentía pasión por los pájaros y se subía por los árboles como una ardilla, se quedara en la almazara. Como encargado. Pero después de irse con los frailes parecía otro, perdió el color del campo, echó tripa y se le puso cara como de avinagrado. Eso debe ser por estudiar teología.

 -Estudiar se estudia para médico, o para abogado, o para maestro. ¡Pero teología! ¿Pa que chorra sirve eso? Ya te lo digo yo: pa nada. O pa hacer el bobo hablando dale que te pego sin llegar a ningún sitio de si existe Dios o no. ¡Ya ves tú, qué avances van a hacer los teólogos de los cojones! Decía el difunto de mi tío Cañamón que de que sirve conocerse todo el álgebra mundial si uno no sabe que significa el canto de la chicharra, ni el ulular del cierzo en la sima, ni como la avutarda avisa del temporal, ni hacerse un chozo en el monte, ni a descuartizar un jabalí, ni a salar carne, ni hacer pan en el horno de casa, ni afilar el dalle en el yunque, ni a comunicarse de lejos con las campanas, ni a cortar la diarrea con emplasto de hinojo, ni a preparar la bizma para fijar los huesos rotos, ni a hacer el mejor aceite del mundo sin apretar un botón que mueva la maquinaria. Aceite como se ha hecho toda la vida en el trujal; con prensa de viga y husillo. ¡Vas a comparar!

            Esto lo decían Eustaquio y Amadeo cada noche del duro invierno sentados a la vera del hogaril. Entre tostada y trago de vino del porrón. Casi tres porrones vaciaban entre los dos. De vez en cuando le echaban un trozo de tostada a Canuto. Luego, a eso de las diez, el Eustaquio se ponía la manta a los hombros y abría el portón para irse a su casa. De afuera entraba como un cuchillo el aíre helado de la sierra.

 -Quédate aquí hombre, que se está caliente. ¡Vas a ir a estas horas a tu casa, que la tendrás helada!

 -Quita, que ha de pensar alguno que tú y yo…

 -Anda Eustaquio si estamos más solos que la una en treinta kilómetros a la redonda. Además a ti y a mí nos han gustado las mozas más que a un chico un dulce. ¿Te acuerdas de aquella vez en la romería de Valtajeros?

 -¡No me voy a acordar! Madre del amor hermoso, la que preparamos el Jacinto tú y yo con aquellas señoritingas de Soria.

            Entonces Eustaquio se marchaba a su casa que estaba dos calles más abajo envuelto en la manta y dando traspiés por el suelo de guijarros por el litro y medio de vino que se había metido entre pecho y espalda

            Amadeo iba a diario a la almazara aunque ya no hacía aceite para vender; sólo unos para el convento de Valladolid donde estaba su hijo de director. A finales de enero vino un joven de Castellón para mirar el molino de muelas de piedra y la prensa. Esa visita le hizo le alegró el alma, así que Amadeo se lo enseñó con el mismo entusiasmo que un guía enseña la Alhambra de Granada a los turistas. Estuvo explicándole con todo detalle la historia del molino: como su bisabuelo Ceferino compró la prensa en la Mancha y las piedras se las hicieron en una cantera a orillas del río Jubera en La Rioja. Pesaban casi mil kilos cada una y tardaron tres días en traerlas en dos carretas tiradas por una docena de bueyes.

 -¿Así que quiere usted sacar otra vez el aceite como Dios manda? –dijo Amadeo cuando hubo acabado la explicación.

 -¡No hombre no, abuelo! Yo solo soy un becario y estamos recogiendo cosas típicas de la región para el museo etnológico. Encargo del director que quiere hacer una colección de estos chismes. Hace muchos años que nadie hace aceite con estas antiguallas.

 -¿Has dicho chismes y  anti… qué? Me caguen la madre que te…

            Y echó al becario de la almazara de malas maneras. Si el director del museo etnológico quería una antigualla de esas para la exposición, que pondría a su señora madre de portera. Eso le dijo, porque a buenas el Amadeo era un pedazo de pan pero de vez en cuando le daban unos prontos que era mejor no estar cerca.

            Amadeo siempre le decía al Eustaquio que era un iluso porque estaba convencido de que el pueblo no moriría, que alguno había de volver, que los que se fueron se darían cuenta de que aquí como en ningún sitio. Que ésta era su tierra, la que había sido de sus padres y donde se criaron libres como los corzos, ajenos a ese mundo tan miserable y materialista de las ciudades.

 -¿Quién va a volver? –preguntaba Amadeo-. ¿El Eliseo, la Dorotea, Teresa la de la fonda, los del Ceferino? Yo tenía toda la esperanza en el Jacinto, pero...

             ¡Ayyy el Jacinto! Ese sí que era como Dios manda. El Jacinto era como ellos de la quinta del veintiséis, el mejor amigo de los dos. Se fue en la posguerra a la Argentina y todos los años les escribía diciéndoles que había ganado algo de dinero y que estaba a punto de regresar. También decía que en cuanto llegara al pueblo pondría una fonda en casa de sus padres, una fonda que se llamaría El Che que es una palabra que utilizan los argentinos a todas las horas. Y daría comidas y tendría habitaciones para que vinieran los turistas. Murió en el año ochenta y uno en la ciudad de Rosario, justo cuando iba a regresar.   

            La hija del Eustaquio enterró a su padre en el cementerio de Torrero en Zaragoza, en un nicho comprado al ayuntamiento. Y eso que había dicho mil veces que él quería que lo enterrasen en el pueblo, junto a su mujer, la Antonia; y también al lado de Teresita, una hermana algo desgraciada que tuvo y que murió de garrotillo con siete años. Todos los domingos, durante más de treinta años, Eustaquio se iba al cementerio con la azadilla y limpiaba las tumbas dejándolas como la patena. Ahora el suelo de tierra caliza cederá, se hundirán las lápidas, y crecerá alrededor de ellas la grama, las flores del diablo y la maldita siempreviva.

Las primeras noches sin el Eustaquio se le hicieron a Amadeo eternas. Así se dio cuenta de lo jodida que es la soledad, te quita la ilusión. Puso al fuego tostadas y sirvió vasos para los dos, hasta hizo como que hablaba con su amigo. Acabó bebiéndoselos él solo agarrando una curda como un celemín. Se durmió justo al lado de las ascuas y no se chamuscó la calva porque llevaba puesta la boina y porque Canuto le arrastró lo que pudo lejos de las brasas.

Pero estar solo en el pueblo resultó ser aún más duro de lo que pensaba. Salía de caza con Canuto y los dos volvían antes del mediodía cabizbajos, desganaos y por supuesto sin una pieza en el morral. No había pasado un mes cuando un día cayó un temporal que dejó en el pueblo una cuarta de nieve. Metido en casa las horas se le hicieron interminables y le dio por hacer algo que nunca había hecho en la vida: darle vueltas a la cabeza.

 -¡Me caguen la leche puta! Pa estar viviendo solo mejor sería que me ahorcase y así me voy con mi Reme a donde esté –le dijo a Canuto que le miraba hecho un ovillo en el suelo con ojos somnolientos.

            Esas cosas se dicen pero luego nunca llegan a mandamiento. Sin embargo, una noche que se había bebido una azumbre de vino se creció: pegó un par de juramentos y puso fecha.

 -En San Blas me cuelgo. Si lo dejo para más tarde la soledad me volverá loco.

            El día de San Blas amaneció con la charca y la fuente chilena  heladas. Encendió el fuego y se preparó con mimo su última tostada de aceite y sal. Se la comió acompañada de un cuenco de leche y esperó a que saliese el sol. De vez en cuando le echaba un trozo de pan al perro.

 -¿No ves Eustaquio como esto no tenía remedio? –le dijo a la nada como si aún estuviese su amigo.

            Había pensado en ponerle a Canuto veneno de ratas untado con manteca para no dejarlo abandonado, pero al final cogió el teléfono móvil que le había traído su hijo en verano y marcó el número de la perrera que tenía anotado en un cuaderno desde aquella vez que vinieron al pueblo porque había perros salvajes sueltos por el monte.

 -Mañana vendrán a por ti Canuto, viejo amigo –le dijo a su perro pasándole la mano por la cabeza-. No sé que tal será el sitio donde te llevarán pero al menos no estarás solo, bandido. Igual hasta conoces a alguna perra que valga la pena.

            Le dejó pienso para una semana y la gamella de cemento llena de agua.

A las once cogió una soga, una banqueta y una botella de vino para darse ánimos en el último momento por si le tentaba la idea de echarse para atrás, y se fue al olivar que tenía al pie del camino. Canuto, que siempre le seguía a todas las partes, esa vez no le siguió. ¡Ay que joderse lo que es el instinto de los animales! se dijo Amadeo. Pasó una cuerda por la rama más fuerte del olivo, hizo un nudo corredizo y se echó un interminable trago de vino que dejó temblando el porrón. Luego se subió a la banqueta; antes de saltar miró a su pueblo moribundo. A la torre de la iglesia le faltaban unos ladrillos y la campana estaba inclinada, a punto de caerse. Cuando se estancaran allí las nieves del invierno y no estuvieran el Eustaquio y él para quitarlas, todo se vendría abajo. De la chimenea de su casa salía un humo solitario, triste, el último humo del último hogar. En ese momento de inmensa tristeza creyó oír la algarabía de niños corriendo alegres por las calles. Sonrió agradecido a la alucinación, recordando a la chicarrería que recorría las calles como cabras sin cencerro cuando él era crío. Uno de sus pies quedó suspenso en el vacío, la soga le apretó el cuello como si fuera una macabra caricia de la muerte. Entonces sí, volvió a oír voces y también los ladridos alegres de Canuto pero esta vez supo que no eran una ilusión. Sonaban auténticas. Alguien estaba gritando desde el pueblo. Amadeo se sacó la cuerda del cuello justo antes de caer. No se ahorcó pero no pudo evitar darse un trompazo morrocotudo.

            Hasta el olivar llegaron varios hombres y mujeres y al menos siete niños. Venían en varias furgonetas de alquiler. Tenían acento sudamericano y a cada palabra decían che. Canuto saltaba más alegre que nunca entre los niños, los conejos le daban miedo pero con los niños era feliz. Una de las mujeres se presentó:

 -Somos los hijos y nietos de Jacinto García. Natural de este pueblo. Venimos porque esa era la ilusión del viejo y porque las cosas están muy mal en nuestro país. ¿No ha oído hablar del Corralito? Pensamos cumplir un sueño y hacer acá un hotelito campestre. Casa rural, le llaman ustedes.

            Amadeo no sabía nada de corralitos pero de lo que estaba seguro era de que –como decía el jodido del Eustaquio- su pueblo había resucitado. En el último momento, eso es cierto.

Pero antes de que se instalaran, para darles la bienvenida, Amadeo les llevó a su propia casa. Allí les sacó el porrón de vino y les hizo unas tostadas con su propio aceite sobre las ascuas aún calientes de su querido hogar.

(Armando Ruiz Chocarro, Navarra. Primer Premio I Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2018).

La muñeca de trapo

La muñeca de trapo

Foto M. A. Martínez

1 de abril de 1937, Jaén

Otra mañana más, los cántaros repicaban entre sí a la par que el pollino trotaba. El animal se dejaba guiar por un muchacho de temprana edad, curtido de pies a cabeza y con los callos de las plantas a modo de zapatos. Sobre el lomo del borrico iba una niña con su gracioso vestido de volantes y un par de mejillas coloradas, sosteniendo en brazos una muñeca de trapo desgastada. Parecía no molestarle el calor asfixiante, ya que reía feliz, mirando cada insecto y cada pájaro con dos profundos ojos azules y mucha ilusión.
El sonido del agua naciendo llegó hasta los oídos de los hermanos; fue entonces cuando sus bocas se percataron de la tremenda sed que tenían. Por muy entretenidas que fueran las historias que inventaban en su travesía, el camino no restaba kilómetros a su longitud.
Una vez en la fuente, el mayor se dispuso a llenar los botijos, a lo que la chiquilla se apeó del rucio con pasmosa agilidad. Se acercó al caño para abastecerse y al mismo tiempo ofrecer su ayuda, pero su hermano negó, alegando que no podía caerse ni una tinaja y que era demasiado pequeña.
Ella correteó colina arriba buscando una sombra bajo la que esperar. Un anciano olivo se la ofreció amablemente; propuesta que aceptó. Se aposentó en la tierra seca y contempló el valle. Los acebuches le devolvían la mirada, tan altivos como dicen los versos. Cerró los ojos y aspiró el olor impregnado en las montañas. Por un momento juró poder oír a los aceituneros vareando, arrastrando lonas y resoplando; pero la llamada de su hermano la rescató de su trance.
Siempre con su muñeca bajo el brazo, volvió a colocarse sobre el burro para emprender el largo viaje de vuelta. Se imaginaba cuentos, siempre con su fiel compañera como protagonista, y así se le hacía más llevadero. Acicalaba la ropa y el pelo de tela, ajada y descosida; ante sus ojos era el más lujoso tejido, digno de la realeza.
Al llegar, vio a su madre cambiando el agua del barreño a las aceitunas. A ella lo que le gustaba era partirlas con el mazo, aunque más de una vez se había pillado ya los dedos, por lo que la mujer ya no le dejaba sola con esa tarea.
Su padre hacía tiempo que ya no estaba. Una mañana vinieron unos hombres uniformados y al alba siguiente todos despedían al hombre y a su macuto desde la puerta. Su madre, siempre en alto como un pilar, se desmoronó en lágrimas. La niña no entendía qué estaba pasando y nadie se atrevió a darle las respuestas que quería, así que se dedicó a abrazarla sin más. Tiempo después, los soldados volvieron, pero ese día la mujer no derramó ni un lamento. Tras ver cómo entraba a la casa con una caja y la gorra de plato, incluso la pequeña comprendió que su padre ya no iba a regresar.
Sentada a los pies de su madre y con el olor de la aceituna, le contaba a su muñeca uno de sus cuentos cuando una anciana salió apresurada de la vivienda. Su abuela apenas podía respirar y no fue capaz de articular palabra, simplemente señaló al cielo.
    - No puede ser…
Su madre cogió a la niña del brazo con tanto ahínco que la muñeca cayó al suelo. La chiquilla, sin saber lo que ocurría, sollozó y gritó mientras se alejaban de allí. Tal fue la bofetada que recibió, que se calló de golpe. Antes de que la puerta de la casa se cerrara, consiguió ver cómo los bombarderos surcaban el cielo silbando.

13 de julio de 2018, Madrid

Tuvieron suerte. En la memoria siempre quedarán los temblores, los alaridos y el ruido de las explosiones, pero no quedaron muertos. Otras familias no pudieron decir lo mismo.
Ahora, desde la silla de la residencia, ve a su nieta jugando con una muñeca, e inevitablemente se acuerda de la suya y de ese día maldito. Al salir de nuevo a la calle nunca la encontró, pero ya no lloró más.
Debió perderse entre ruinas, cenizas y gritos; entre cadáveres olvidados por la historia que aún suplican por tener un recuerdo.

(Marina Moro López, Madrid. Accésit I Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2018).

Trinidad

Trinidad

Foto Jesús Alba

Cuando yo nací España intentaba resucitar. Se reconstruía, aunque en realidad nunca lo haría del todo, nunca como antes. Pero yo nací lejos de aquello, del ruido de una posguerra atroz, en un pueblecito que poco a poco también iría muriendo, como las libertades. Cuando yo nací, mi hermano mayor volvió de la guerra y se encontró con una hermana nueva. Una niña que tardaría años en comprender lo que le pasaba a nuestro país, una niña que nunca comprendería del todo lo que sucedió. Quizás mi nacimiento le hizo feliz después de ganar y perder una guerra. Me gusta pensar que sí.
Yo era la pequeña de mi casa, mi madre, que nació con el siglo, ya era mayor cuando me tuvo, y se pegó media vida embarazada, pariendo y criando hijos. Ese era el trabajo de las mujeres, ricas y pobres, parir hijos, tener descendientes que perpetuaran el linaje. Las pobres, pariendo hijos para que trabajaran en el campo, muchos hijos porque muchos morían, hijos que tendrían la misma suerte de sus padres, la suerte de vivir toda su vida atados a unas tierras que probablemente no serían suyas, la suerte de aquellos con callos en las manos, con las uñas llenas de tierra, la suerte de los que no saben leer ni escribir. Las ricas, pariendo hijos que otras mujeres criarían, hijos y más hijos, el único fin, el único medio. Elegir no estaba permitido. Si eras mujer te casabas y tenías hijos.
Tenía cinco hermanos. Todos se marcharon del pueblo cuando pudieron, cuando encontraron trabajos mejores, vidas mejores, lejos de la cruda realidad del campo. La vida más dura de todas las que he conocido. A veces me cuesta recordar cómo era yo, cómo era mi vida entonces, compararla con la de ahora, más de cincuenta años después. Todo me parece un espejismo, como si mis recuerdos fuesen una película, como si no fuese real que hace tan solo medio siglo utilizásemos mulas para desplazarnos, llevásemos unas albarcas de goma que nos destrozaban los pies, hechas a mano y que nos duraban años, o tuviésemos que trabajar nuestras tierras completamente cubiertos, para que no nos diera el sol y nadie supiese que éramos, en realidad, pobres.
Pero me acuerdo de todo, recuerdo el olor del espliego que crecía en el camino que llevaba a aquella fuente, el peso de los cántaros llenos de agua, uno en la cabeza y uno bajo cada brazo, el peinador de mi abuela y su pelo blanco, mis amigas corriendo por las calles, la música en San Roque.
No me gustaba ir a la escuela, años más tarde mis nietos me dirían que aquello no era culpa mía, que Franco hizo un mal sistema educativo, que a mí me enseñaron que lo que yo tenía que hacer era aprender a coser, a cocinar y casarme. Disfrutaba mucho más llevando la comida a mis hermanos y a mis padres, que estaban trabajando nuestras tierras de sol a sol, que desayunaban todos los días patatas cocidas y aplastadas, a veces con un pequeño trozo de tocino, que se llenaban las manos de ampollas, de heridas, la cara de polvo, los tobillos de barro. Me sentí más feliz cuando por fin pude dejar de ir a la escuela para poder acompañarles, como si el trabajo más duro del mundo fuese como el de aquellos cuadros de campos bucólicos, en los que todos parecían felices de ser esclavos de la tierra.
Si pienso en mi vida entonces, cuando era una adolescente que no conocía más mundo que su pueblo y cinco más, unas fronteras finitas y aparentemente estables, recuerdo las noches de verano en las que los mozos venían a rondarnos, cantándonos canciones en la puerta de casa. Algunos traían instrumentos y otros solo cantaban, mejor o peor, esta noche rondo yo, mañana ronde quien quiera, esta noche rondo yo, la calle de mi morena. Cuando el chico que rondaba no nos gustaba, le hacíamos un gesto al de la música para que acabase la canción cuanto antes para así librarnos del tormento.
No teníamos mucho, pero éramos felices. Sólo nos hacía falta un camino para pasear; recorrer la carretera hasta las vías, esperando que llegase algún tren que al final nos llevase lejos de allí, y vuelta a casa, a la plaza, y otra vez a las vías. La vida pasaba en ese camino que anduvimos cientos de veces, cogidas de los brazos, en el que crecimos y del que una vez terminamos por despedirnos. Sólo nos hacían falta los bolos a los que jugábamos en Semana Santa, después de misa, después de las procesiones, las obligaciones que siempre teníamos, trabajar y rezar, ora et labora, casi como los benedictinos. Sólo nos hacía falta que llegase el verano, que llegase San Roque para tener un día de fiesta, un día de descanso, de no madrugar, de divertirnos de verdad con el piano que tocaban aquellos que aprendieron. No necesitábamos más.
Todos decían de mí que era muy feliz, que siempre estaba riendo y gastando bromas, que a pesar de todo siempre estaba contenta. Sin embargo, ya muy joven aprendí que la muerte era real, factible, que podía pasarle a cualquiera, hoy aquí y mañana quién sabe. La muerte, como a todos, me asustaba, pero la posibilidad no iba a ponerme triste, la realidad tampoco.
Siendo también joven conocí el amor, el que me dio un chico de un pueblo cercano, que cantaba y bailaba y trabajó toda su vida para que ni a su mujer ni a sus hijas nos faltase un solo día el pan. Era unos años mayor que yo y estaba trabajando cuando fui sola a conocer a sus padres, temerosa de que mi falda fuese demasiado corta, estirándola con las manos para que mis suegros no creyesen lo que no era, y caminando por caminos de tierra los seis kilómetros que separaban su pueblo del mío.
El matrimonio y la esperanza de una vida mejor, más cómoda, más fácil, fueron los motivos que nos llevaron a empaquetar nuestras escasas posesiones y poner rumbo a una ciudad, un lugar que nunca habíamos pisado, con nervios, miedo e incertidumbre. Todo lo que había vivido hasta entonces quedó atrás y guardado en el lugar que se guardan las cosas que de verdad importan. Adiós barrio Carrabarca, la arboleda y el plantío, adiós barrio Carrabarca que me voy y no te olvido.
Años más tarde mis nietos me dirían que ellos venían de allí, que su sangre era soriana, que sentían corriendo por su piel el olor del campo, que cada vez que volvían al pueblo donde yo había nacido, se sentían más libres y más felices, que contaban los días para regresar, que lloraban cuando se marchaban.

(Marta Aranda Barca, Zaragoza. Finalista I Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2018).