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La lampara encendida

Poesía completa (1948-1982)

Poesía completa (1948-1982)

Caminar es ganar y es perder

Caminar es ganar y es perder porque está todo lejos
y a veces, deteniéndose, se domina el camino.
La muerte, lo sabéis, es el más largo viaje
y lo hacemos tendidos en el suelo, quietamente tendidos,
mientras la luz se alarga dorando lo distante.

Por eso me detengo a recontar las horas,
igual que se vigila el volver del rebaño
en el anochecer pausado de los valles;
y al decir su recuerdo es como si lo diera,
emprendiendo la marcha más ligero, más solo,
más mío, más posible.

                      (Sentado sobre el suelo, 1951).

***

 Cuando me despedí de mi tristeza

                                                            A Margarita

Cansado de vivir en mí, me eché a tu río.
Mi cadáver de pena bajaba por tus aguas
y salió a esta otra orilla mi corazón más vivo.
¡Oh, acabar donde era y nacer en tu alma!

He aprendido la vida más cercana y más bella
en tus días iguales, tan seguros y eternos.
Si me haces un plato de ensalada, me besas
con olores de campo, con los labios del cielo.

Si me hablas de cosas tan pequeñas, diarias,
como el precio del puerro o de las alcachofas,
sé la cifra secreta de las más altas ramas
y la fuerza sonora de las primeras rosas.

Cuando callas me habla el silencio del aire
de la cima de oro que alcanza mí alegría
y un silencio contigo es un silencio a mares
donde escucho la hermosa canción que no sabía.

Soy ya como las salas de un castillo encantado
donde todas las luces dicen palabras tuyas.
Hay letras de tu nombre por todo mi pasado
y te conozco hasta en la muerte que me suba.

Pero no digo esto por decir, extasiándome
en ese alrededor que me das ahora mismo.
Veo tu enorme forma antes de recordarte
y eres todo el futuro: Porque contigo, existo.

                               (Debajo del cielo, 1960).

***

Humilde historia de mi cuarto

Cuando te miro, humilde cuarto mío,
seguro y limpio, lleno de mi vida,
asomado a tus cales, a tu friso,
sentándome en tus sillas de madera,
me veo quietamente desvestido
del que soy en mis pasos, en mi rauda
consecución ajena a tu hondo espejo,
que en ti me configura. Tus arrugas,
tus grietas en los muros, se te han hecho
a través de mis años. ¡Ya las siento
pegadas a mi carne! Son el rostro
frontero que me dice lo que arrastro
de vejez, de tus horas ayudándome
con tu paz, con tus techos protectores;
con la luz que se filtra en tu ventana.

Cuando abro tus cristales y entra el día,
y viene el sol, benigno, hasta mis dedos,
como una paloma, con su pico
acariciando mi epidermis; cuando
me levanto del lecho y cojo un libro
y me hundo en sus márgenes calientes,
vuelvo la vista a tus paredes lisas
y sé que estoy mecido por tus brazos
que me contienen y me arropan. Salgo
-algo me llama, algo me empuja-,
me uno a la ría de los otros, pero
vuelvo, y me miras con tus ojos claros
y en seguida comprendes lo que tengo
dejando en las aceras, si estoy triste,
si me alegro, si canto por debajo,
indiferente a los raspazos de la lucha.
Pasan los meses, cava el tiempo encima
furiosamente duele;
pero tú permaneces a mi lado,
envolviéndome, atándome a las cosas
que me guardas solícito (ah tu armario
repleto de papeles, de recuerdos,
de pequeños detalles expresivos),
y pasa el tiempo en vida, pero duras
como mi cuerpo que me lleva y muestra
lo andado, lo sabido, lo que tengo si sufro.

Salgo afuera, me dejo atrás tu puerta
favorable, porque uno se hace al choque
de lo que enfrente a su frontera bulle;
pero tú aquí me aguardas, aquí pones
tu meta de partida y de llegada,
y como un perro noble me saludas
al retorno, lamiendo vas mi mano
cansada, me despojas de la ropa
aparatosa que me viste el hábito
social, y tiernamente me desahogas:
haces comodidad cada minuto,
te echas a mis pies en las alfombras,
me acoges en tu límite callado...

Un día, pasaré tu dintel último
y ya no habrá la vuelta de las noches,
el pitillo final de madrugada.
Pero en tu atroz silencio habrá algo íntimo,
como ese en que la esposa nos espera
cuando salimos y tardamos. Todo,
tus cuadros, tus visillos, la baldosa
donde me detenía escuchando tu calma,
tendrá conciencia de su soledad,
me aguardará sin abandono. Y luego,
cuando otro, no sé quién, me sustituya,
sé que tu siempre oirás mi paso entrando
en tu porche apretado, en tu paciente
refugio sin declive.

Cuarto casi mi voz, casi mi temple,
aquí me quedaré por siempre retratado,
pintado de costumbres que me dieron
mi forma inconfundible. Cuando pasen los años
y si retocan tu tabique o quitan
estos modestos muebles que te sirven,
tendrás mi olor, mi libertad; tu carne
de paredes tranquilas, quietamente,
aguardará el regreso que ya nunca
podré mostrarte,
seguirás esperándome en minutos,
a que encienda la luz sobre la madrugada,
y yo, en la muerte,
te miraré como a la voz tranquila
del alentar donde me he hecho
un hombre, aquí, a tu lado,
pisándote y sabiendo que jamás
te he perdido del todo,
pues eres tiempo mío y suelo de mis ansias.

                           (Viento y marea, 1968).

(Poesía completa (1948-1982), de Manuel Pinillos, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, colección Larumbe de Textos Aragoneses, 2008).

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