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La lampara encendida

Trinidad

Trinidad

Foto Jesús Alba

Cuando yo nací España intentaba resucitar. Se reconstruía, aunque en realidad nunca lo haría del todo, nunca como antes. Pero yo nací lejos de aquello, del ruido de una posguerra atroz, en un pueblecito que poco a poco también iría muriendo, como las libertades. Cuando yo nací, mi hermano mayor volvió de la guerra y se encontró con una hermana nueva. Una niña que tardaría años en comprender lo que le pasaba a nuestro país, una niña que nunca comprendería del todo lo que sucedió. Quizás mi nacimiento le hizo feliz después de ganar y perder una guerra. Me gusta pensar que sí.
Yo era la pequeña de mi casa, mi madre, que nació con el siglo, ya era mayor cuando me tuvo, y se pegó media vida embarazada, pariendo y criando hijos. Ese era el trabajo de las mujeres, ricas y pobres, parir hijos, tener descendientes que perpetuaran el linaje. Las pobres, pariendo hijos para que trabajaran en el campo, muchos hijos porque muchos morían, hijos que tendrían la misma suerte de sus padres, la suerte de vivir toda su vida atados a unas tierras que probablemente no serían suyas, la suerte de aquellos con callos en las manos, con las uñas llenas de tierra, la suerte de los que no saben leer ni escribir. Las ricas, pariendo hijos que otras mujeres criarían, hijos y más hijos, el único fin, el único medio. Elegir no estaba permitido. Si eras mujer te casabas y tenías hijos.
Tenía cinco hermanos. Todos se marcharon del pueblo cuando pudieron, cuando encontraron trabajos mejores, vidas mejores, lejos de la cruda realidad del campo. La vida más dura de todas las que he conocido. A veces me cuesta recordar cómo era yo, cómo era mi vida entonces, compararla con la de ahora, más de cincuenta años después. Todo me parece un espejismo, como si mis recuerdos fuesen una película, como si no fuese real que hace tan solo medio siglo utilizásemos mulas para desplazarnos, llevásemos unas albarcas de goma que nos destrozaban los pies, hechas a mano y que nos duraban años, o tuviésemos que trabajar nuestras tierras completamente cubiertos, para que no nos diera el sol y nadie supiese que éramos, en realidad, pobres.
Pero me acuerdo de todo, recuerdo el olor del espliego que crecía en el camino que llevaba a aquella fuente, el peso de los cántaros llenos de agua, uno en la cabeza y uno bajo cada brazo, el peinador de mi abuela y su pelo blanco, mis amigas corriendo por las calles, la música en San Roque.
No me gustaba ir a la escuela, años más tarde mis nietos me dirían que aquello no era culpa mía, que Franco hizo un mal sistema educativo, que a mí me enseñaron que lo que yo tenía que hacer era aprender a coser, a cocinar y casarme. Disfrutaba mucho más llevando la comida a mis hermanos y a mis padres, que estaban trabajando nuestras tierras de sol a sol, que desayunaban todos los días patatas cocidas y aplastadas, a veces con un pequeño trozo de tocino, que se llenaban las manos de ampollas, de heridas, la cara de polvo, los tobillos de barro. Me sentí más feliz cuando por fin pude dejar de ir a la escuela para poder acompañarles, como si el trabajo más duro del mundo fuese como el de aquellos cuadros de campos bucólicos, en los que todos parecían felices de ser esclavos de la tierra.
Si pienso en mi vida entonces, cuando era una adolescente que no conocía más mundo que su pueblo y cinco más, unas fronteras finitas y aparentemente estables, recuerdo las noches de verano en las que los mozos venían a rondarnos, cantándonos canciones en la puerta de casa. Algunos traían instrumentos y otros solo cantaban, mejor o peor, esta noche rondo yo, mañana ronde quien quiera, esta noche rondo yo, la calle de mi morena. Cuando el chico que rondaba no nos gustaba, le hacíamos un gesto al de la música para que acabase la canción cuanto antes para así librarnos del tormento.
No teníamos mucho, pero éramos felices. Sólo nos hacía falta un camino para pasear; recorrer la carretera hasta las vías, esperando que llegase algún tren que al final nos llevase lejos de allí, y vuelta a casa, a la plaza, y otra vez a las vías. La vida pasaba en ese camino que anduvimos cientos de veces, cogidas de los brazos, en el que crecimos y del que una vez terminamos por despedirnos. Sólo nos hacían falta los bolos a los que jugábamos en Semana Santa, después de misa, después de las procesiones, las obligaciones que siempre teníamos, trabajar y rezar, ora et labora, casi como los benedictinos. Sólo nos hacía falta que llegase el verano, que llegase San Roque para tener un día de fiesta, un día de descanso, de no madrugar, de divertirnos de verdad con el piano que tocaban aquellos que aprendieron. No necesitábamos más.
Todos decían de mí que era muy feliz, que siempre estaba riendo y gastando bromas, que a pesar de todo siempre estaba contenta. Sin embargo, ya muy joven aprendí que la muerte era real, factible, que podía pasarle a cualquiera, hoy aquí y mañana quién sabe. La muerte, como a todos, me asustaba, pero la posibilidad no iba a ponerme triste, la realidad tampoco.
Siendo también joven conocí el amor, el que me dio un chico de un pueblo cercano, que cantaba y bailaba y trabajó toda su vida para que ni a su mujer ni a sus hijas nos faltase un solo día el pan. Era unos años mayor que yo y estaba trabajando cuando fui sola a conocer a sus padres, temerosa de que mi falda fuese demasiado corta, estirándola con las manos para que mis suegros no creyesen lo que no era, y caminando por caminos de tierra los seis kilómetros que separaban su pueblo del mío.
El matrimonio y la esperanza de una vida mejor, más cómoda, más fácil, fueron los motivos que nos llevaron a empaquetar nuestras escasas posesiones y poner rumbo a una ciudad, un lugar que nunca habíamos pisado, con nervios, miedo e incertidumbre. Todo lo que había vivido hasta entonces quedó atrás y guardado en el lugar que se guardan las cosas que de verdad importan. Adiós barrio Carrabarca, la arboleda y el plantío, adiós barrio Carrabarca que me voy y no te olvido.
Años más tarde mis nietos me dirían que ellos venían de allí, que su sangre era soriana, que sentían corriendo por su piel el olor del campo, que cada vez que volvían al pueblo donde yo había nacido, se sentían más libres y más felices, que contaban los días para regresar, que lloraban cuando se marchaban.

(Marta Aranda Barca, Zaragoza. Finalista I Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2018).

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