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La lampara encendida

Complementarias

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Foto Jesús Alba

–Cierra la persiana, por favor.

–Hace tiempo que amaneció. ¿Y todavía quieres continuar durmiendo?

Carmen volvió su rostro a la derecha, como para ocultarse de la vista de Amanda, único movimiento que podía realizar.

–Hoy hace un día muy lindo –le insistía la trabajadora–, deberías salir a pasear.

–¿No vienes a pincharme, como todas? –rompió rabiosa Carmen.

–Yo no pongo inyecciones. Soy la psicóloga del Centro, me llamo Amanda.

¡Horror!, eso era peor. No quería curas, ni psicólogos, ni visitas. Solo dormir.

–Bueno, Carmen, mañana volveré a verte. Te dejo la ventana abierta. Enseguida vienen a levantarte –cerró la puerta, esta vez sin golpe.

¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué estaba allí? Sus padres, ya mayores; nunca la habían comprendido. Y el gilipollas de Luis… que no movía pieza. Terminaría en una residencia. Y eso no. Fue un impulso, uno de sus arrebatos irreflexivos, metió la máxima, agarró con fuerza el mando de su silla eléctrica. ¡Adelante! El tranvía logró frenar, pero el golpe fue inevitable. No recordaba nada más. Luego, aquella habitación aséptica, y la inmovilidad, mucho más dependiente que antes. No, jamás volvería a verlo, ¿para qué? ¡Estúpida!

Las primeras sesiones fueron duras, más que con ningún otro paciente. Amanda no sabía cómo trabajar con Carmen, motivarla, activar en ella esos resortes que los humanos ocultamos en los lugares más insospechados y nos hacen volver a despertar.

–Voy a relatarte un cuento. Estate atenta.

Carmen la miró con los ojos como platos, entre sorprendida e intrigada. Asintió con la cabeza y una mueca de sonrisa.

“El majestuoso volcán que se impone al sol cada mañana y a la luna cada noche me recordaba a un soldado de espaldas, cuidando aquella pequeña ciudad de curiosos habitantes. Poseía lo necesario para sobrevivir: un cantor, un poeta e historias y leyendas que se esconden por sus calles. Ahí precisamente nací, no me faltaba nada”.

–Es tu historia, ¿verdad? –Carmen iba cogiendo más confianza con Amanda.

–Niña lista. Algún día me contarás la tuya. Mañana más.

“Jugaba por las calles de un barrio sin asfaltar con mis vecinos de mi misma edad. Era precioso ver la luna pesquisar a todos aquellos chiquillos que corrían. Más de una vez había heridas en los pies, las piedras eran celosas, no les gustaba vernos tan alegres.

”Por aquellos años no sabía qué significaba la palabra emigrar, hasta que me enfrenté a la realidad: un país pobre, lleno de carencias y necesidades. Eso precisamente te hace dejar a tu familia, a tus amigos, y empiezas a madurar”.

–¿Te sentías muy sola? –preguntó Carmen. La tranquilidad volvía a asomar a su sonrisa.

–Sí, mi niña, muy sola. Y lo peor, mi mamá, mis hermanas, mi abuelita, nadie me comprendía.

Un silencio de ángel entre las dos mujeres.

–¿Y tú?

Carmen giró el torso hacia el otro lado. La rehabilitación iba muy lenta, pero le permitía pequeños movimientos, como el de levantar el antebrazo a la altura de la mesa.

–Bueno… ¿sabes?, es muy duro que te traten siempre como a un bebé; no poder ni siquiera decidir la ropa qué ponerte cada día. Sí, me he sentido muchas veces sola.

–¿Y por eso…?

Amanda conocía la historia de su amiga, su intento de suicidio. Había avanzado mucho en unos meses. Pero quedaba todavía resquemor, amargura, una gran noche adentro.

–Pues hoy tienes visita. Tú sabrás.

Los dejó a solas. Luis había madurado, y no solo en el físico. Estuvieron hablando, y riéndose, casi tres largas horas, hasta la cena. Se pusieron de acuerdo en volver a quedar.

“Siempre soñé con una casa propia, con un hermoso jardín, pero fue solo un sueño. En cambio, tenía una casa pequeña, un cuadro con dos ventanas y dos puertas, sin baldosas ni habitaciones, que compartíamos tres familias: la mía y las de mis dos hermanas. Entrabas y ahí parecía un hospital, ver las camas en hileras.

”Una noche oscura, sin fecha, recuerdo la visita del padre de mis hijas, como otras noches. Tenía una buena noticia para mí: la oportunidad de salir de pobres, de brindarnos un mejor futuro. En Estados Unidos, allí tendría un buen trabajo con un sueldo mejor.

”Pasaron los meses y los años. Bueno, la situación mejoró un poco, no faltaba comida ni leche en la mesa y se pagaban las facturas a tiempo, y la escuela. Tenía que ser mamá y papá a la vez. –Hoy no puedo depositar dinero –decía la voz tras el auricular del teléfono–. Háblales en la escuela, di que esperen un poco más… Es cuando decidí venirme a tu país”.

–Qué dura es la vida, ¿verdad, Amanda? A mí no me pasará, Luis me quiere.

–¡Vaya si te quiere el caballero! Y esa última casa que visteis es muy linda y muy hermosa, no tendrás dificultades con la silla. ¿Sabes?, quiero ser vuestra asistenta personal. Me cansa este centro para todos. Era una sorpresota que te guardaba.

–¿Y tus niñas?

–Mis niñas son ya grandes. Ellas tienen estudios, gracias al trabajo de su mama, y hasta su propia casa cada una. Van cambiando las cosas.

Y así, muy lentamente, a las dos mujeres se les fue abriendo la esperanza.

María Pilar Martínez Barca

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