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La lampara encendida

Entre dos mares

Entre dos mares

Foto Jesús Alba Enatarriaga

De la pequeña Venecia, en Valencia, a la castellonense gruta de Vall de Uxó, pasamos unos días paradisíacos de vacaciones inter covid. No faltó la Albufera de Vicente Blasco Ibáñez, con sus cañas y barros, sus moricos, pájaros de ese ecosistema, o su paseo en barca al atardecer. Ni la tierra interior de Lorca u Orihuela: “No puedo olvidar / que no tengo alas, / que no tengo mar…” (Miguel Hernández). Del Mediterráneo al Mar Menor hay solo unos metros. Toda una vida.

Estuvimos en La Manga hará unos veinte años, una Constitución con Fundación DFA. Casi a los 30, menos mal que el albergue – apatahotel tenía aire acondicionado. El submarino de Isaac Peral, en Cartagena, estaba todavía a la intemperie; no recuerdo a Alfonso XIII en ese banco del paseo marítimo, despidiéndose de su querida España. En el teatro romano nadie llevaba mascarilla; ni tan siquiera el Icue, o niño pescador.

Y el poniente se puso en la playita del hotel, y marchamos a otro mar, el Mediterráneo valenciano. Los postes de la luz remembraban mi infancia, los naranjos, el encuentro con mi tía y madrina, Angelines, y noches a la fresca con los vecinos de aquellas parcelitas, con una habitación con derecho a cocina, y los gitanos que hacían canastillos de mimbre –me regalaron uno–. No quería volver.

Los modernos hoteles, los rascacielos, la Ciudad de las Artes y las Ciencias –con su Hemisférico y su Oceanográfico, la ballena y el barco, sus museos, palacios y puentes–, no dejan vislumbrar los mágicos pendientes de la reina de junto a las barracas. No cogimos el antiguo tranvía, como Manuel Vicent, pero en coche pudimos acceder a la nueva Malvarrosa: de una parte, los chiringuitos discoteca con jóvenes incautos, sin mascarillas; de la otra, las inmensas arenas de su playa, el Puerto, con sus tinglados, sus muelles comerciales y el Edificio del Reloj. Y hacia El Cabañal y Nazaret –antiguo lazareto que salvó de la peste a muchos marineros allá por el XVI–, las casas de principios del XX, con azulejos y grandes puertas de madera, a las que salían las vecinas en sus sillas de anea.

Horchata en Alboraya, paella de mariscos en el Pinedo. Y la amistad de años. Y la sal de la vida.

María Pilar Martínez Barca

(Heraldo de Aragón, "Tribuna", domingo 18 de julio de 2021).

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