Cultura de difuntos
Hace muy pocos años que descubrí la muerte. Cuando somos pequeños, adolescentes, jóvenes, la muerte queda lejos, recluida en el reino de los fantasmas, los zombis. A no ser que algún hecho fatídico, un accidente, una pérdida te haya helado por dentro con herida mortal.
Hay un tiempo en la vida en el que todo parece sucederse sin altibajos: juegas, aprendes a leer, vas creciendo, te cuelas por un chico, buscas trabajo… Después, en un tris tras, te ves enamorada, con pareja, con uno, dos o tres hijos como mucho. Y un día, de repente, tu padre se jubila, tu madre no recuerda dónde pudo dejar el monedero. Y cambian los papeles, es el principio.
A mí me sucedió cuando el tío, aquel día, ya no pudo subir al autobús. Después, la residencia, las visitas a un lugar compartido que no era el nuestro, el lento deterioro. Como si el tiempo comenzara a girar en sentido contrario a las agujas. Todo va más deprisa desde entonces, las horas se recortan, se trastocan los ritmos. Hay más cosas que hacer; quizá para olvidar que la vida comienza a tener huecos, ausencias, añoranzas. Quizá por eso se disfraza de Halloween, calabazas con velas encendidas.
“Lo esencial cuando llega no hace ruido”, dice Alejandro Céspedes. Y llega sin aviso, como la vieja dama de las antiguas coplas medievales. Como el cine de zombis y vampiros, las narraciones góticas y el negro, tan de moda entre los jóvenes. ¿Persisten las culturas? También mueren. Abel Hernández refleja un pueblo castellano que se desmoronó poco a poco. Me recordaba al pueblo de mis padres, en el que han demolido las casitas en ruina, los corrales, el vetusto edificio de todas las historias que me han ido narrando desde niña. ¿Cuántas muertes nos caben en una vida? Cuánta vida en la muerte.
María Pilar Martínez Barca
(Heraldo de Aragón, "Opinión", "Día a día", miércoles 2 de noviembre de 2011).
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