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La lampara encendida

El corazón en vilo

El corazón en vilo

La Encarnación, Ávila, 6 de julio de 2002.

Obertura

Otrora en esta celda, en este sencillo
corredor silencioso,
te confesaste, Madre, aquella aurora
al vadear la luz.
Ni vuelo de palomas, ni visiones
venidas de ultrasueño.
Sólo unas rejas pobres, y una voz recia
y al tiempo delicada.
Te dolía de vida el corazón.
E irías devanando, uno a uno,
los silencios más fértiles, las pasiones
ardientes del espíritu y la tierra.

Revestida en sayales y ese débil
resplandor indeciso de más allá del alma,
te fuiste enterneciendo
tan cálida y menuda, casi niña
en las manos sin sombra del Amado.
Que son muchos las puentes y posadas,
y luengos los caminos, de Medina a Becedas,
y la tierra cansina, y los huesos deshechos
de tanto trasmontar palomas y altozanos.
Que si aquesta licencia, o esotra dote,
y aposenticos nuevos donde fundar los sueños
piedra tras piedra, y vida, y esperanza.
Y el hálito tan tibio de un vencejo, cuidando
no desvele el sosiego de alguna hermana enferma.

Por eso, a la mañana, cuando nadie trajina
por el secreto cuévano de tras de las murallas,
el silencio se aquieta, y se te hace remanso
tu dolor más oscuro.
Las aguas y los pájaros en un instante mínimo.
Y la mirada, en lluvia, se te va entredorando
de tanta vida en torno, y tanto centro
despojado, desnudo, y tan hermoso
como el susurro calmo de esta luz

que caldea mi aliento, aquí, a los pies del banco,
enfrente de esas rejas donde un día habitaste.
Confieso que he vivido y no he amado
hasta agostar la fuente.
A veces, el camino se hace angosto
y se nos caen las alas,
la flor entreverada de cerezo
y pasión por la vida. Y es más arduo
vadear cualquier puente, toda senda
que lleva a un corazón desvencijado.
Se encienden las hogueras más antiguas,
esas que prefiguran visiones de la noche
en el espejo roto de las almas.
He ido alimentando el desaliento,
el miedo, la ceguera,
hasta verme varada en esta orilla oscura.
Y he degustado el gozo hasta las lágrimas.

Han tocado ya a paz. En este cuarto mínimo
iluminado apenas por un soplo de luz,
las dos, mano con mano, en remanso los ojos
más allá del escaño o de la silla.
Y en el centro traslúcido de la morada última
la certeza indecible de sabernos amadas.

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