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La lampara encendida

Santidad y humanidad

 

 

Tenemos cierto dicho popular que termina en esta frase en latín macarrónico: “… liberanus Domine”. No quiero citarlo íntegro, porque no estoy de acuerdo. Los santos antes fueron personas, con sus errores y virtudes, como tú y como yo.

Cuando aún era muy niña, recuerdo estampas y postales, platos de pared y ceniceros, con la efigie de Juan XXIII. Tuvieron que pasar algunas décadas para saber que había sido el Papa que cambió el rumbo de la barca de Pedro y sus apóstoles, es decir, cada uno de nosotros, cuando una turbulenta tempestad continuaba agitando, como siempre, las aguas de este mundo.

De la Misa de espaldas y en Latín, a la Eucaristía para todos: niños, jóvenes, matrimonios… En la parroquia había algún cura obrero. El nuestro era el Jesús humano, como el de Santa Teresa. La Iglesia, ese espacio íntimo y solidario donde crecer y descubrir: “La doctrina de Cristo une, en efecto, la tierra con el cielo, ya que considera al hombre completo, alma y cuerpo, inteligencia y voluntad, y le ordena elevar su mente desde las condiciones transitorias de esta vida terrena hasta las alturas de la vida eterna, donde un día ha de gozar de felicidad y de paz imperecedera” (Mater et Magistra).

Y fue precisamente mientras iba creciendo en esa Iglesia, cuando me encontré personalmente con Juan Pablo II, aquí en la Romareda; y años después en Roma, en un sitio reservado, dentro de la Audiencia General, para ciudadanos de la tierra y del cielo sentaditos. El Papa montañero y deportista, que venía del Este, a punto de morir en una Guerra absurda, como todas, y de ser masacrado por su fe.

Nada es por casualidad. Ni su preocupación social ni su pasión ecuménica y viajera; su espíritu juvenil, su empatía con la cruz hasta el extremo ni su alegría. “Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado — no podía ser de otro modo — dentro del horizonte de la autoconciencia personal” (Fides et Ratio).

Y tampoco es casual que sea el papa Francisco, uno de los mayores artífices de cambio en esta era de nueva transición –el tiempo lo demostrará–, el encargado de beatificar a Angelo Roncalli y Karol Wojtyla. Dios conoce la última razón.

 

María Pilar Martínez Barca

(Heraldo de Aragón, "Tribuna", "El meridiano", lunes 28 de abril de 2014).

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