Raíces
He tenido dos madres y dos padres. Casi recién nacía cuando el tío Fermín, marido de la hermana de mamá, se vino a nuestra casa y dejó el pueblo; y al cumplir yo un añito la tía Rosa. El abuelo envió a la hermana benjamina de papá, mi madrina. Éramos seis en casa, mi mundo era pequeño y redondito.
“Parece que fue ayer / cuando mamá, azorada y luminosa, / me confesó: / viene otro hermanito o hermanita / a encender los rincones”. Hasta los siete inviernos siempre tenía anginas, no quería comer, jugaba con mamá por los pasillos y con el tío al globo en el salón. Aquel tren de Correos de mi padre debía ser muy largo, porque nunca paraba de viajar. Del segundo al tercer parto de mamá pasaron cinco primaveras.
Podría ser la madre de mi hermano menor. Tenía yo tres casas: la nuestra, la casa de los tíos y la luna. ¡Qué bien se vive allí! Tras un breve paréntesis / (…) / hemos cumplido lluvias y desvelos, / y a mamá le han crecido las arrugas”. ¡Cómo pasa la vida y se llena de cráteres la luna! ¿Es eso crecer?
Un vértigo tras otro, y túneles, y miedos. Soñaba cómo donde pisaba se rompía en pedazos. Pero luego la presencia perdura más allá del vacío: “es cálida la noche, y muy suave el rescoldo / y a veces, como ahora, el tiempo se detiene / y te veo serrar esa madera, / poner un azulejo, alimentar los árboles”.
Es el mismo prodigio que cuando Juan, el mayor de los hijos de mi hermano, se asomó a nuestras vidas. “Llegaste a medianoche, la hora del poeta y de las hadas, cuando también la luna se preparaba para dejarse ver”. O me llegó el amor: “A su puerta, el ailanto / nos concitaba al beso”.
María Pilar Martínez Barca
(Humanizar, «Desde mi sillón», «La fuerza de los límites», Nº 116 -Madrid, mayo-junio 2011-).
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