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La lampara encendida

Adiós a los que se quedan

Adiós a los que se quedan

(Escrito en la despedida a los sacerdotes de mi parroquia, reflejo de mi propio mundo interior).

Estábamos acostumbrados a Ángel Moros y Miguel Peña, dos piedras vivas más del templo, del viejo y de este nuevo acristalado, anchuroso, ajardinado y accesible; como cada uno de nosotros. Y vino un cura joven, apasionado, respetuoso con el templo al que llegaba y rompedor. ¿Quizá demasiado activo? ¡Era guapo! Traía savia nueva en las venas.

Sergio era una piedra pequeña, silenciosa, apenas hacía ondas en el agua. Pasaba desapercibido. Enseguida fue dejándose notar en las homilías, en los saludos tan de tú a tú, en una risa fresca de cascada, en una reflexión siempre acertada, hecha paréntesis y santuario en el trajín diario de un vivir sin vivir nunca en sí.

Yo me fijé en los gestos. La reverencia íntima, casi mística, en la Consagración; unas palabras siempre oportunas, casi abrazo, al recibir el pan y el vino en el altar de nuestras manos… Y cuando celebrábamos la Reconciliación, el sacramento de la máxima alegría y de una paz sin fondo, él era el primero en confesarse. Nunca lo había visto, me impresionó.

Ángel nos fue dejando poco a poco. Aún recuerdo aquella mañana de domingo en la que D. Manuel Ureña instituyó a D. Sergio Martínez Serrado párroco de la Presentación de la Virgen. Todos nos alegramos, era la mejor opción. Desde entonces, toda una vorágine de responsabilidades y compromisos, ser testigo de innumerables experiencias y problemáticas personales, familiares, sociales en torno a la parroquia…  No le robarían, sin embargo, ni un minuto para sus jóvenes y scouts, ni para preparar la misa de los niños –su colega Checho enseñaba jugando--. Tampoco para atender a su familia, sus lecturas en los tiempos de ocio ni el trato personal. Obvia decir que mi  amigo Sergio se convirtió no tardando en mi confidente, cómplice, consejero, confesor. ¿Cómo se puede ser un “correcaminos” tan espiritual?

Creo que aquella misma mañana de domingo se nombró a Emilio Aznar vicario parroquial. Llegó a principios de curso en misa de una. Nos lo presentó Sergio: “Es una comunidad muy acogedora, te acogerán muy pronto, como hicieron conmigo” –le dijo a Emilio. Y otra mañana, sin venir mucho a cuento, me salió al encuentro y me dio las gracias. ¿De qué me conocía? ¿Me había visto debajo de la higuera?

Emilio, el teólogo, el intelectual, profesor del Seminario y director del colegio Santo Domingo de Silos. Cada eucaristía rezuma en él la hondura de una clase magistral, junto a la sencillez de Jesús en las parábolas. Alumno predilecto del célebre teólogo Olegario González de Cardedal –a quien por esos vericuetos de la vida conozco personalmente--, no pierde nunca la frescura inocente y la sonrisa.

Apacible en el trato, más calmado, como si poseyera la eternidad y sus satélites para ofrecértela en cada conversación. No pasa a su lado el tiempo, o así te hace sentir. Combina la ironía, que solo los más inteligentes heredan por riqueza, junto a una sana timidez. Y el más gracioso de los despistes: más de uno de los correos electrónicos que le enviaba se perdía en el limbo.

Estudioso minucioso de la Biblia, el Evangelio, escritos eclesiológicos e históricos… y amante del deporte. Un diálogo real: --¿Sabes?, el otro día mi sobrino hablaba con las cenizas de su abuelo, en el cementerio. --¿Y qué le decía? –Abuelo, abuelo, ¡ha ganado el Zaragoza! Nos reímos.

En diferentes estancias del castillo, seguimos sembrando la semilla, recolectando frutos que no van a echarse a perder, tesoros que acrisolan el corazón. Levantando como podemos el Reino. Siempre hombro con hombro, en estos tiempos recios que nos vienen. Feliz y buen camino, Sergio, Emilio, hermanos.

María Pilar Martínez Barca

(Publicado en http://presentaciondelavirgen.blogspot.com.es/2015/09/adios-los-que-se-quedan.html).

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