Blogia
La lampara encendida

Hornazo, sardina y vino

Hornazo, sardina y vino

Foto Jesús Alba

—Tómate otra cucharada. Apenas has cenado hoy.
—Se me hace bola. No sabe como la que preparaba Felipa. —Se quejó a regañadientes… bueno, los pocos que le quedaban. —Y te he dicho que le eches otro leño a ese fuego, este salón parece un frigorífico.
Sagrario sonrió de soslayo, mirando con dulzura los ojos pardos de su padre. Consultó la hora en el móvil. Fernando jugueteaba en el caldo con una cuchara de madera: imposible hacerle comer la sopa de setas de cardo con otro cubierto que no fuera el cucharín de roble de la abuela. Sentada frente a aquel rostro que se perdía en un laberinto de arrugas curtidas por los años de trabajo al sol, su hija volvió a mirar el teléfono de manera automática.
—Cena, papá, se hace tarde.
—Te quedas embobada con ese cacharro y no me haces ni caso: que tú no eres de esa generación. Mira, mira, mira —dijo, demostrativo y juguetón, exhalando al aire—: hasta vaho sale del frío que hace en esta casa. Para que luego digan los de Rebollo de sus inviernos. Ellos no podrían pasar un San Sebastián aquí ni remojados de tinto. ¿Te acuerdas de las peleas que echábamos cuando erais chicos? ‘Batallas de nieve’ las llamaba Felipa, el primero en llegar al rollo de la plaza sin recibir un bolazo ganaba. Y los chupones que se forman en el campanario, ¿qué? Le encantaría verlo a tu madre, lo alto que se ha quedado tras las obras. Con ascensor y todo. Venga, ponle otro leño a ese fuego.
—Papá —respondió Sagrario dulcemente—, tenemos la calefacción a 23 grados, es más que suficiente.
—¿Y el vaho?
—¿El humo de la sopa? Y eso que llamas fuego es la televisión.
—A cualquier cosa le llamas tú sopa, Sagrarito. Y como le pegue un leñazo a la televisión, ya verás como sí que sale fuego. —Bromeó.
—Venga, tómate otra cucharada, anda. Te he preparado paciencias de postre. —Le dijo, guiñándole un ojo en gesto de complicidad.
—Paciencia, sí señorita, eso es lo que necesito yo contigo. Si mamá te viese… qué mayor te has hecho. Tienes su misma naricilla. ‘La chata’ la apodaron simpáticamente los vecinos. Casi nadie usaba lo de Felipa. —Tomó un poco más de sopa, fingiendo desgana—. ¡Mantequilla! Le falta mantequilla. Todo el día atontada con ese aparato y no sabes hacer ni una sopa. —Otra cucharada—. Conste… —otra más— que me la como para no tirarla, —una más, que paladea con gusto—, no porque esté buena.
Y le devolvió el guiño.
En ese instante un sonido llegó desde fuera. Allende los muros, más allá de la pared que daba a la calle Barruelo, un estruendo, un soplo grave y corto alertó a la mujer.
—¿Has oído eso? —Dijo Sagrario asida al móvil y apagando el televisor para escuchar en silencio.
Fernando, el padre, dejó la cuchara con mucho cuidado sobre la mesa. Se limpió con la servilleta de tela azul desgastada y sonrió de soslayo, tal y como lo había hecho ella hacía unos segundos: mirando con dulzura los ojos pardos de su hija.
— Ya vienen.
— ¿Cómo?
— Ven siéntate. Bueno no, ya que estás de pie, trae esas paciencias que dices que me has preparado.
— Pero ha sonado como…
— ¿Te he contado alguna vez cómo fue la noche en que nos dejó Felipa? —La interrumpió.
— Papá, ahora no. Deberíamos llamar a la guardia civil, y si…
— Cuánto daño os han hecho esos cacharros. —Volvió a interrumpir a su hija. Estaba tranquilo, risueño, con una chispa de vitalidad nueva, distinto al humor de siempre, a la alegría protestona que mantenía durante la cena—. Lástima que en este pueblo no sea como en otros. Mira, ahí sí que tienen suerte lo de Rebollo, que no les llega la tapadura a los móviles.
—Cobertura. —Le corrigió riendo Sagrario. — Ya lo sabes, te empeñas en llamarle tapadura a la cobertura.
—Al menos he conseguido que te rías. Vamos, me he ganado unas paciencias, pero más te vale que no estén muy duras, me quedan menos dientes que los seis que dijo Cervantes que conservaba antes de marcharse.
—Hombre, ya salió el culto.
Sagrario se acercó a por el plato de paciencias que había dejado en la cocina. Eran el dulce favorito de su abuelo. Una especie de galletas pequeñas hechas con harina, limón, azúcar y claras. Y el truco de Felipa: un chorrito de anís para alegrarlas. Si estaban bien hechas, se tendrían que deshacer en la boca con la propia saliva, por lo que, con dientes o sin ellos, a Fernando le chiflaban.
—Que sea de campo no significa que no sepa leer, o peor todavía: que no me guste leer. Otra cosa es que no lo haga en esas pantallas horribles en lugar de en papel. Yo no entiendo cómo tú, que eres profe, no te niegas a utilizar esos chismes. Si son de otra generación, hija. Con el gusto que da abrir un libro, oler sus páginas, acariciar el lomo.
—El postre—. Dijo, dejando el plato de dulces sobre la mesa.
Un nuevo sonido se hizo presente.
Una especie de silbidos graves, profundos. Un eco melódico que, a pesar de serle conocido, Sagrario no logró identificar.
—Siéntate, Sagrarito.
Sonó más cerca. Esta vez hacia la esquina. Algo se aproximaba desde la calle Palacio.
—¿A qué huele, papá? —Olfateó en el aire—. Es raro. ¿Tú no lo…? Salino, como a lluvia.
—No, no es lluvia.
—¿Lo hueles? ¿Qué es? Creo que voy a llamar a la policía.
Fernando le cogió la mano suavemente y la convidó, con dulzura, a que se sentase junto a él.
— ¿Te he contado alguna vez cómo fue la noche en que nos dejó Felipa?
Ella se ferraba a su teléfono móvil de forma ridícula. Al verla daba la absurda impresión de que creyese que este le fuera a proteger de cualquier cosa. Por fin, cedió y se acomodó junto a su padre. Tensa. Atenta a cualquier nuevo ruido.
— Ahí está el problema de esos cacharros. Os va la vida en ellos.
— Te tenías que haber mudado con nosotros a Madrid, papá y no quedarte aquí solo. Voy a llamar a la guardia civil, ese ruido no era normal…
— De eso nada, allí no hay sardinas y vino.
— Pero ¿qué dices?
— En los pueblos nos quedamos casi casi casi solos, de acuerdo. —Le interrumpió por enésima vez retomando sí o sí su relato— Salvo por alguna hija que deja al marido y a los chiquillos en Madrid para pasar este aniversario conmigo. Ya me podías haber traído a los nietos. A ver cómo estaban de grandes la Patri y el Javito. Ella ya ha doctorado, ¿no? Qué viejo me hace sentir eso. Profe también, como su madre la Sagrario.
—Si avisamos ahora al cuartelillo aún tardarán en venir y…
—El órgano. —Le dijo asertivo, quitándole con cariño el móvil de las manos.
—¿Cómo?
—Mmmm, estas paciencias sí que te han salido bien.
—¿Qué órgano? ¿El de la iglesia de la Santa Cruz?
—Sí, esos querubines locos… —no pudo contener una carcajada—. Esas figurillas inquietas, a veces, bajan y hacen de las suyas aporreando el instrumento en noches especiales. Juraría que eso que has oído era un re sostenido… o un mí, no estoy seguro.
Un nuevo sonido se hizo presente.
Una especie de silbidos graves, profundos. Un eco melódico que, a pesar de serle conocido, Sagrario no logró identificar.
—Siéntate, Sagrarito.
Sonó más cerca. Esta vez hacia la esquina. Algo se aproximaba desde la calle Palacio.
—¿A qué huele, papá? —Olfateó en el aire—. Es raro. ¿Tú no lo…? Salino, como a lluvia.
—No, no es lluvia.
—¿Lo hueles? ¿Qué es? Creo que voy a llamar a la policía.
Fernando le cogió la mano suavemente y la convidó, con dulzura, a que se sentase junto a él.
—¿De qué hablas, papá? —Preguntó Sagrario cogiendo un dulce.
—¿No has dicho que las habías hecho para mí? Por lo menos podrías pedirme permiso. —Bromeó.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás de repente tan contento?
—¿Tú qué eres? ¿¡De Rebollo!? ¿Ya no puede uno estar contento o qué?
—Sí, pero normalmente por estas fechas te pones… ya sabes: más sensible. Es el aniversario de la muerte de mamá y tú sueles…
—Anda, come. Come y déjame que te cuente precisamente cómo fue la noche en que nos dejó Felipa. Ella ya estaba malita. Ironías de esta vida: yo estoy abrasado de trabajar el campo al sol y es ella la del ‘malonoma’.
Sagrario lo miró enternecida, ladeando la cabeza. Mucho más tranquila, como si hubiera olvidado el ruido, el olor extraño, la preocupación: incluso el móvil que, por primera vez en toda la noche, no aferraba entre sus manos.
—Sí, sí. Sé que no se dice así, aunque la chata lo rebautizó como malo-noma en lugar de melanoma cuando se lo diagnosticaron. Lo que te contaba: aquella madrugada se puso a tararear una letrilla de cuando éramos chicos: “Esta noche rondo yo …” ¿Te suena?
—No mucho.
—“Esta noche rondo yo, mañana ronde quien quiera. Esta noche rondo yo la calle de mi morena”. Entre canturreo y canturreo me decía “¿No los oyes, Fernando? Ya están pidiendo el somarro. ¿Qué tienen que celebrar hoy estos quintos? Si no tenemos nada que darles para el hornazo. Esta noche rondo yo, mañana ronde quién quiera…” —Fernando tomó aire y continuó recordando—. Yo pensaba que era efecto de la medicación. No era la época, no se oía nada en la calle. Me senté en la cama a su lado y ella me cogió la mano suavemente.
Sagrarito miró la mesa. Hacía rato que su anciano padre le había cogido a ella la mano… suavemente. Y no se la había soltado.
— ¿Y entonces?
— Fue lo más bonito que habíamos vivido en años. Y fue nuestro. Solo nuestro y de aquí. De la tierra, de nuestra tierra. Eso no lo podrá entender nunca nadie, Sagrarito. Por muchos móviles y mucha tapadura que haya para los dispositivos.
— No te sigo.
— Entonces lo oí. Yo también los oí: “Esta noche rondo yo la calle de mi morena”. Felipa me miró comprendiendo que yo también los sentía. “Todos los que cantan bien se arriman a la guitarra, y yo como canto mal, canto en la puerta la fragua…” canturreaban fuera, cada vez más cerca, como si se aproximasen a la pared que da a Barruelo desde la calle Palacio. Guitarras, tamboriles, un txistu soriano… hasta podía oír aporrear el órgano de Santa Cruz. La chata se incorporó entonces en la cama. Sonriente, estaba tranquila, risueña, con una chispa de vitalidad nueva, distinta al humor de siempre, a la alegría protestona que mantuvo durante toda la enfermedad. El aire empezó a olerme raro, salino: a pescado y uva. Ya conoces a mamá, no hacía falta decirle nada, parecía que me leyera el pensamiento la jodía. “Sí”. Me dijo. “Marcho a lo grande, Fernandito. Como no podía ser de otra manera en Velamazán. Viene el marqués a recibirme con la sardina y el vino que en tiempos pasados solía regalar, cada año, por San Sebastián. Tú también los oyes. Tú también lo hueles. Pena no poder llevarme al cementerio viejo, a la ermita del cerro, a la de San Sebastián precisamente.” Me miró a los ojos y me sonrió: “No me pongas esa cara, Fernando, que te queda Sagrarito. El Javier, su marido, es buen hombre y la Patri y el Javierito son para comérselos. Abrázame. Vamos, que es hora de mi fiesta.” Y, tumbándose de nuevo, se marchó tarareando “adiós barrio…”
—Por eso… —Sagrario apenas logró balbucear unas palabras. Tenía un nudo en la garganta y una lágrima contumaz peleando por salir antes de dejarle terminar la frase—. Por eso no quisiste mudarte a Madrid con nosotros.
—Nunca se sabe cuándo van a venir a pedir somarro… para celebrar la marcha de uno mismo con un buen hornazo. —Rio, enseñando los cuatro molares pelados que resistían en su desgastada boca.
—No, papá…
Al otro lado de la puerta, la hija escuchó tamboriles, guitarras, un txistu soriano… incluso creyó oír aporrear el órgano de la iglesia de la Santa Cruz. Una trabazón le apretó el estómago.
—No puedes… —Le temblaban las manos. La voz era poco menos que un crepitante susurro.
—Shhh. No me pongas esa cara, Sagrario, que te queda la Patri. El Rafita es buen hombre, aunque se dedique a eso del teatro… bohemios; pero la quiere y se cuidan. Yo marcho a lo grande —rio animadamente, feliz—. Ya quisieran los de Rebollo partir con sardinas y vino. Esto es nuestro, solo nuestro y de aquí. De la tierra, de nuestra tierra. Abrázame. Vamos, que es hora de mi fiesta y ya sabes cómo se pone la chata cuando llego tarde.
En el zaguán de la puerta, padre e hija oyeron música. Una voz casi olvidada para ella, aunque no para él. Escucharon risas y alegría. Y Fernando, recostándose en la silla, tarareó, entornando los ojos, uniéndose a Felipa en aquella tonadilla de antaño que decía: “adiós mi Valamazán: la arboleda y el plantío. Adiós mi Velamazán, que, aunque me voy, no te olvido”.

(Rafael Negrete-Portillo, Madrid. Finalista II Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazan", agosto 2019).

0 comentarios