La despedida
Foto Jesús Alba
Marina se quedó completamente petrificada. La sórdida imagen que se presentaba ante sus ojos tenía poco que ver con el vago recuerdo que poseía de su niñez. La vida había sido arrancada hasta el último rincón. Era desolador. ¿Y ahora qué? Con un movimiento involuntario se aseguró de que la mochila de cuero seguía tras su espalda. Por un instante por su cabeza cruzó la idea de acercarse a uno de los robustos hombres que trabajaban allí para preguntar. Sin embargo, la joven se giró, respiró profundamente y caminó de vuelta al Seat Toledo aparcado a pocos metros de distancia. «Necesito pensar».
Juan le esperaba en el coche con los ojos abiertos de par en par. Los dos coincidían, el viaje había sido en balde. Aquella semana había sido una de las más duras de sus vidas y aquello era otra desdicha más.
Marina reprimió sus lágrimas, se ató el cinturón e indicó a su hermano que hiciese lo propio.
Sin decir una palabra la chica arrancó el coche. A menos de un kilómetro se detuvieron en La Abadía; un antiguo caserón de piedra del que provenía un intenso olor a pan recién horneado.
Marina se detuvo delante, fijó su mirada en un viejo cartel situado al lado del portón principal que se le antojaba familiar y preguntó:
—¿Recuerdas este lugar, Juan?
El muchacho se acercó cabizbajo a la entrada principal y asintió. Luego, su mirada se concentró en una mujer de avanzada edad que parecía estar custodiando la entrada sentada a la sombra de una morera que se había hecho hueco entre las baldosas cercanas al portón principal. Juan la contempló inquieto y advirtió que su mirada estaba perdida en el horizonte. Parecía ausente.
Repentinamente, Juan apartó su indiscreta mirada para no incomodarla y se percató de que su hermana había desaparecido tras las cortinas de la puerta
—¿Eres de por aquí, hijo? No me suena tu cara, ¿tú de quién eres muchacho? —gritó la señora que parecía haber despertado de su letargo.
Juan pegó un brinco y buscó con la mirada a la anciana que había vuelto en sí con una fuerza impropia de su edad. Juan buscó sin éxito las palabras adecuadas.
—Hijo, qué de quién eres nieto o hijo, ya sabes, aquí somos cuatro gatos y nos conocemos todos así —balbuceó la mujer que esperó paciente y animada ante la posibilidad de revivir algún momento de su pasado—. Espabila muchacho. Dime.
Juan sonrió. Aquella mujer destilaba una calidez y fuerza que ya había visto con anterioridad.
Indudablemente debía ser fruto de la crianza en el campo.
—Pues soy nieto de Valen...
—¡Ay, mi Valentina! Valentina Redondo Rueda. ¡Dios bendito, qué alegría! Éramos uña y carne hijo. Uña y carne. En esta tierra crecimos felices. ¡Sí señor!— Exclamó la mujer.
Juan se encogió de hombros, tomó asiento y escuchó atentamente
—Éramos muy amigas pero ya sabes... las vicisitudes de la vida hicieron que nuestros caminos se separaran. ¡Gran mujer tu abuela!.
La señora hizo una pausa y con un breve gesto sacó un pañuelo bordado a mano que adelantaba la sucesión de la narrativa. Según sus palabras aquel lugar, que hoy se presentaba desértico, solía ser hermoso, lleno de vida y paz.
Juan se decidió a preguntarle por las vivencias compartidas con Valentina.
—Lo que tu abuela tenía de cabezota, también lo tenía de corazón —añadió rápidamente—. Se despertaba con las primeras luces cuando cantaba el gallo del corral de Alfonso. Ella cogía la bicicleta hasta Aranda cada mañana para ir al mercado y volvía cargada con productos para su tienda. Había que tener unas piernas bien torneadas y ser muy valiente para enfrentarse a diario a la cuesta del Campillo.
Él se limitó a esbozar una media sonrisa. La voz temblorosa de la octogenaria hacía que afloran ntensamente emociones que Juan conseguía hacer remitir a duras penas.
—La vida era muy dura —Prosiguió la mujer que parecía ser ajena a cualquier reacción del muchacho—: Yo me repartía entre las labores de la casa, la cosecha de trigo y la época de vendimia.
Las manos de la anciana evidenciaban numerosas manchas seguramente consecuencia de las largas jornadas al sol y su piel áspera y cuarteada eran claro reflejo de la dura labranza del campo.
—El río era la fuente de nuestra riqueza. – añadió la mujer
Cuando apenas levantaba unos palmos del suelo Juan ya había oído hablar del Riaza. Los habitantes del pueblo pasaban el poco tiempo libre que tenían allí descansando junto a su vereda. Era habitual encontrar el lugar lleno de animales. Su abuela solía decir que había días que parecía más un zoológico que un río.
—Los veranos allí eran maravillosos sabe Dios, chiquillo—comentó sonriendo la mujer—. Se oía el cantar de los mirlos y el susurro de la corriente que antaño corría salvaje y pura. La luz entraba suavemente entre los chopos y la maleza crecía fuerte y desordenada junto a la orilla. Incuestionablemente, antaño el Riaza había sido guardián de la vida, el amor y la amistad de las gentes del pueblo.
Juan examinó a su hermana que se acercaba con paso firme hacia la mesa. Marina colocó los dos cafés y se sentó entre los dos buscando unirse a la conversación que se le presentaba cuanto menos interesante. Amablemente saludó a la anciana y esperó en silencio a que continuara.
—Sí maja, le comentaba a tu hermano que cuando era joven fui muy amiga de tu abuela, pero ya sabes... las vicisitudes de la vida nos llevaron por caminos diferentes.
—¡Qué alegría! —exclamó Marina—. Nuestra abuela nos ha hablado mucho de la vida en Torregalindo y nosotros solíamos venir de pequeños. Aunque confieso que lo recordábamos distinto…
La mujer abrió los ojos de par en par tras las palabras de Marina y los surcos en su rostro se tornaron más profundos. Sin más dilación, añadió:
—¡Una porquería, corcho! —La mujer sacudió la cabeza en gesto de desaprobación—.
Discúlpenme la palabra señoritos, no acostumbro a tener la lengua tan larga.
Los dos muchachos soltaron una sonora carcajada y asintieron aprobando la respuesta de la anciana.
Una agradable charla con la señora Matilda y dos cafés después, habían sido suficientes para averiguar por qué el pueblo de su abuela había sufrido tal transformación. Por lo visto, no había sido otra cosa que el resultado de una consecución de infortunios y su familia había jugado un papel decisivo.
Isidoro, padre de Valentina, había sido por herencia poseedor de una gran parte de las tierras del pueblo. Pueblo del que era amante y protector. Isidoro había sido un hombre muy querido por los habitantes de Torregalindo.
Cuando Matilda y Valentina rondaban la quincena, Isidoro comenzó a recibir todos los años la visita de dos hombres de vestimenta impoluta y aires de ciudad. Llamaban mucho la atención ya que en el pueblo se vestía mucho más humilde. Ropa de campo; cómoda y para nada presuntuosa. Esos “sinvergüenzas”, como Matilda los había calificado, solo querían hacer negocio, y cada año aumentaba la suma que ofrecían. Por lo visto querían construir una autopista que pasara por allí pero Isidoro siempre se negó. No estaba dispuesto a perder su tierra, con sus campos de trigo, el castillo, las estrechas callejuelas. Cuando él murió dejó en herencia todo a su hijo Tomás; hermano de Valentina, por la única razón de que estaba mal visto que las mujeres heredasen. Gracias a Dios algunas cosas habían evolucionado positivamente. Según tuvo la oportunidad, el primogénito vendió hasta la última de las tierras sin respetar los deseos de su padre y por ello Valentina rompió toda relación con él.
Tanto Juan como Marina repararon en el sufrimiento de la anciana. Según avanzaba el relato, el temblor de sus manos y voz se acentuaba dibujando una escena descorazonadora.
—Pues pobre Isidoro, ¿no? —preguntó Juan abrumado.
—¡Desde luego! —respondió la mujer—. Y con aquella venta llegó la sentencia de todo el pueblo. Si mi memoria no me falla, a los dos meses ya estaban manos a la obra. ¡No tuvieron ningún respeto!
Juan miró a su hermana de reojo buscando su aprobación para parar la conversación que había inmerso a aquella lugareña en una espiral de duros recuerdos, pero Marina, ajena a todo estímulo externo la contemplaba embaucada por sus palabras. El joven decidió no intervenir.
—¡Qué pena!, esto se llenó de máquinas y toda clase de chismes del demonio, niños —se lamentó la señora—, no se podía ni respirar. Una polvorera insufrible. Tras la venta de las tierras y el comienzo de las excavaciones encontraron minas y no dudaron en arrasar con todo lo que se ponía a su paso; árboles centenarios, animales salvajes, huertos, negocios locales, etc.
Una única decisión sepultó a un pueblo entero, la mayoría de aldeanos se fue y solo unos cuantos se animaron a quedarse para trabajar en las minas, entre ellos mi marid. Mi Gregorio.
Matida hizo una breve pausa para aclararse la voz y continuó:
—En menos de un año todo había desaparecido —comentó agarrándose fuertemente al bastón—. Afortunadamente, el recuerdo queda en todos nosotros. Y en nosotros está conservarlo. Somos el hilo que une el pasado y el presente.
—¿No se ha conservado nada, Matilda? —preguntó Marina intrigada.
La anciana se acercó el pañuelo a los ojos para limpiar las lágrimas que asomaban a sus ojos y recobró fuerza para responder:
—Poco. Lo único las tierras de la Paqui, casi llegando a Hontangas. La naturaleza se ha resistido a abandonar aquel lugar. Deberíais dar un paseo por allí, os gustará.
—Desde luego, lo haremos sin duda. —Marina pegó el último sorbo a su café y se levantó con un suave movimiento—. Ha sido usted muy amable señora. Gracias por todo. —concluyó.
—Bonita, antes de que os vayáis —añadió Matilda extendiendo la mano—. Que me lío con mis historietas y se me va el santo al cielo, ¿cómo está la Valentina? Solíamos estar en contacto pero… bueno, ya sabéis, las vicisitudes de la vida separaron nuestros caminos.
Marina tragó saliva y se quedó pensativa unos segundos con la esperanza de encontrar las palabras perfectas:
—Valentina está estupenda. Muy tranquila. Os manda muchos saludos a todos. Estoy segura de que a ella le habría encantado venir y charlar con usted.
Instantáneamente a la mujer se le iluminó el rostro y aliviada esbozó una entrañable sonrisa.
—Por cierto, una última cosa antes de que retomemos el camino, ¿cuál es su nombre? —preguntó la chica.
—Me llamo Matilda, niña — afirmó—. Mandadle recuerdos a Valentina de mi parte.
Matilda hizo un breve ademán anunciando la despedida y miró a la mujer con dulzura. «Mi abuela así lo habría querido» pensó.
Juan y Marina caminaron varios kilómetros rodeando el área de las minas hasta encontrar el paseo al que se había referido la anciana. Tenía razón. Aquel lugar parecía estar varado en el tiempo. Imperturbable. Mágico.
—¿Qué te parece, Juan? —preguntó Marina.
Marina leyó en los ojos de Juan la respuesta y los dos se quedaron en silencio contemplando por unos minutos el idílico paraje que ofrecía a su paso las aguas del Riaza.
La muchacha se echó las manos a la espalda y agarró la mochila con cuidado. Con delicadeza sacó la urna que se encontraba en su interior y la abrió. Al hacerlo sus extremidades comenzaron a temblar y notó cómo el corazón latía desbocado en su pecho. Juan agarró con fuerza la mano de su hermana y la abrazó. Los jóvenes intentaron apaciguar el dolor por un instante. Finalmente, la chica se hizo con el control de su mano temblorosa y consiguió sacar la bolsa que había en su interior. Se la acercó a su hermano que sin separarse de ella agarró un puñado del polvo gris que albergaba en su interior y lo arrojó suavemente entre la maleza mientras las lágrimas recorrían su rostro. Puñado tras puñado Marina dedicó unas últimas palabras a su querida abuela. Cuando no quedó nada en la bolsa la joven consiguió a duras penas susurrar unas palabras de despedida:
“Yaya, aquí fuiste y serás feliz. Matilda te manda recuerdos. Te quiere mucho, como nosotros”.
(María de las Mercedes Martínez, Madrid. Finalista II Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2019).
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