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La lampara encendida

Mi adiccion a crear

Mi adiccion a crear

Silencio, noche, estrellas. En el pueblo la luna se oye mucho más nítida, sin luces que distraigan, como nuestro interior adormecido muchas veces. Y fue en aquella noche, lo recuerdo muy bien, donde escuché su voz: Quiero ser escritora. No era una niña ya, tampoco una mujer.

Pero no, no era embrujo, ni un prodigio venido de ultrasueño. Traía una larga historia tras de mí. Para los cumpleaños, de mamá, de papá, del tío o la vecina, y también de mi hermanito, que tardó algunos años todavía a descender de su limbo hasta mi cuarto de juegos, siempre hacía poemas. Con rima y de piel tosca, pero tocados ya de sombra y plenilunio, de manantial y hoguera. O recortaba formas en el sueño –que cortar y pegar papeles de periódico me costaba lo mío-. Y recuerdo, otra noche, mi madre me encerró en el cuarto oscuro: mi fantasma y mis ángeles, o aquella niña inquieta que soñaba unicornios, no dejaban dormir.

Sin embargo, nadie nacemos sabios, maestros en dar forma a los arroyos. Iban ya transformándose el horizonte y mi cuerpo cuando fui reuniendo mis poemas. Pero no. Era de noche, otra vez, cuando aquel profesor dijo que en mi interior sólo había madera, pero faltaba savia, contornear las formas, intimidad de luna. No sabía el esfuerzo que supone ponerles corazón a las palabras.

Estudios, relaciones, salidas y retornos, conforme iba viviendo la marea crecía, o escuchaba el silencio que hace redescubrir los pájaros más íntimos. Pero sólo el amor, la luz que traen los niños cuando nacen, la muerte que no es muerte, me irían revelando las claves de la vida y de lo oscuro, los susurros, los nombres, para poder decir con el poeta: “siempre fuiste viciosa de la luna y de las historias que se inventan o se recuerdan bajo sus efectos narcóticos” (Carmen Martín Gaite).

(Publicado en la revista Humanizar, Nº 103, marzo-abril 2009).

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