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La lampara encendida

La buena muerte

La buena muerte

“Acción u omisión que, para evitar sufrimientos a los pacientes desahuciados, acelera su muerte con su consentimiento o sin él”. O también, “muerte sin sufrimiento físico”. La tía Emilia tiene noventa y ocho años y vive en el pueblo todavía, donde siempre habitó; así lo han decidido sus cinco hijos para verla feliz. La Elvira y la Elena van y vienen, de Madrid, su lugar de residencia, a la meseta castellana, para cuidar de Madre; y el Julián continúa ocupándose del campo.

Me llegué a visitarlas, como cada verano. “Le estoy cortando el pelo. Mira, se me queda dormida”. Elvira ha sido maestra, hoy jubilada, y cuida de la madre con la misma paciencia con la que intentaría modelar el espíritu de niños y chavales; con la santa constancia con la que sus padres la criaron. “Mi padre estuvo en la guerra, en Teruel, casi lo matan. Lo dejaron marchar el día de Santa Elvira, de ahí mi nombre”.

Emilia tuvo siempre una memoria ejemplar, se acordaba de todo. ¿Cuándo nació el Fulgencio? ¿Cómo se llamaba aquel pastor que vivía junto a la Torre Ciega? ¿Y aquel año que desaparecieron los tres dicen que rojos, y el otro, de derechas? En lo más íntimo se fue sedimentando una memoria histórica, colectiva, y los recuerdos de alcoba para adentro. Las ovejas, los partos, el botijo y las cántaras que llevaba a la fuente, los bailes de la plaza, las campanas y después la candela que velaban a los muertos.

“Madre, ¿quiere que la acueste ya en el nido?”. Se cayó hace un año y no es la misma, ha perdido mucho, apenas oye. “Es como una niña”. Hay días que no quiere comer.               

Nos falta tiempo, siempre con el tiempo a vueltas. La escolarización desde los cero años ya casi nadie la cuestiona. ¿Y los mayores? Las mujeres trabajan; España continúa a la cola de la OCDE en asistencia personal; la Ley de Dependencia o la ayuda a domicilio dan para dos o tres horas dianas. “Mamá, te hemos traído aquí porque para ti va a ser lo mejor”, la consolaba el hijo, en un cuarto sin vistas ni memoria de una de las mejores residencias. Otra anciana tarareaba coplas aprendidas de moza, allá en el pueblo.

Testamento vital y últimas voluntades, todo un derecho. Cuando lo haga, escribiré en mayúsculas: Que me dejen morir como he vivido, con mis seres amados, en presencia o recuerdo. ¿Será todavía posible?

                                          María Pilar Martínez Barca

(Heraldo de Soria, «Opinión», “Cartas”, viernes 26 de noviembre de 2010).

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