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La lampara encendida

El ahorcado

El ahorcado

Foto M. A. Martínez

            Después de la muerte de su amigo Eustaquio ya sólo quedaba él en el pueblo: Amadeo Aguado Martínez, viudo, dueño de una almazara que apenas se usaba y, desde hace un tiempo, harto de la vida. Bueno, él y su perro Canuto, un perdiguero de raza que tenía miedo a los conejos. Todo lo que Amadeo había conocido se iba a la mierda. Todo lo auténtico que le enseñó su padre, su abuelo y lo que él había tratado de inculcar a su hijo ya no valía nada. Su pueblo, su querido pueblo en el que había pasado todos los días de sus setenta y siete años, estaba agonizando.

            Solo hacía un mes que su compadre Eustaquio Ballestín había muerto en Zaragoza. El pobre hombre quería morir en su casa del pueblo, donde habían muerto su mujer y todos los Ballestín que recordaba. Pero no, su hija que era médico se lo llevó a Zaragoza, al Clínico, para quitarle una hernia que tenía desde hacía 20 años y que no le molestaba. Pero lo que verdaderamente quería la hija era llevárselo porque, según decía, en el pueblo no hacía otra cosa que emborracharse todas las noches con el Amadeo. Le quitaron la hernia y pasó la convalecencia en casa de su hija; en compañía de dos nietos se pasaban el día jugando con la Play Station y riéndose de que su abuelo no sabía manejar el mando de la tele. A las dos semanas lo encontraron muerto. La familia lo llevó en secreto, pero se corrió que se había bebido una botella de desatascatuberías. La víspera de irse a a Zaragoza a la operación, el Eustaquio se pasó por casa de Amadeo para despedirse. No sabría decirlo pero aquella despedida sonaba a definitiva. De hecho, para no emocionarse -ya que a los dos se les escapaba la lagrimilla-, hablaron de lo de siempre. De cuando el pueblo tenía maestro, cura, coadjutor, médico, ayuntamiento, servicio de cartería, taberna, una tienda de ultramarinos y la chicarrería llenaba las calles de gritos. Todos se habían ido poco a poco, nadie quería saber nada de ganarse la vida con el ganado, ni con los almendros, ni recogiendo olivas en invierno.

-Ese trabajo lo hicieron nuestros padres y nuestros abuelos y tiraron “pa´lante”.

            Y esa noche de despedida, cuando estuvieron a salvo de miradas, a los dos se les escapó esas jodidas lagrimillas.

 

            La verdad es que por el pueblo no pasaba el río, ni tenía un bosque rico donde a los vecinos les correspondiera una “suerte” de leña, ni diputación se había gastado un duro en arreglar el camino hasta la carretera general. Así que los jóvenes se iban yendo y los que se iban volvían en vacaciones un par de días para pasearse todo chulos por el pueblo con sus coches nuevos y tirando de billetera en la taberna de Celedonio.

 -Esos tuvieron la culpa –decía el Amadeo-. Que hacían creer a todo el mundo que en la ciudad ataban los perros con longaniza. Y más de uno que se las daba de “paquete”, las ha pasado bien putas. Otra cosa es lo de mi hijo.

            El hijo de Amadeo se marchó al seminario recién muerta la Reme, su madre. Al Amadeo le hubiese gustado que aquel muchacho delgado y ágil que sentía pasión por los pájaros y se subía por los árboles como una ardilla, se quedara en la almazara. Como encargado. Pero después de irse con los frailes parecía otro, perdió el color del campo, echó tripa y se le puso cara como de avinagrado. Eso debe ser por estudiar teología.

 -Estudiar se estudia para médico, o para abogado, o para maestro. ¡Pero teología! ¿Pa que chorra sirve eso? Ya te lo digo yo: pa nada. O pa hacer el bobo hablando dale que te pego sin llegar a ningún sitio de si existe Dios o no. ¡Ya ves tú, qué avances van a hacer los teólogos de los cojones! Decía el difunto de mi tío Cañamón que de que sirve conocerse todo el álgebra mundial si uno no sabe que significa el canto de la chicharra, ni el ulular del cierzo en la sima, ni como la avutarda avisa del temporal, ni hacerse un chozo en el monte, ni a descuartizar un jabalí, ni a salar carne, ni hacer pan en el horno de casa, ni afilar el dalle en el yunque, ni a comunicarse de lejos con las campanas, ni a cortar la diarrea con emplasto de hinojo, ni a preparar la bizma para fijar los huesos rotos, ni a hacer el mejor aceite del mundo sin apretar un botón que mueva la maquinaria. Aceite como se ha hecho toda la vida en el trujal; con prensa de viga y husillo. ¡Vas a comparar!

            Esto lo decían Eustaquio y Amadeo cada noche del duro invierno sentados a la vera del hogaril. Entre tostada y trago de vino del porrón. Casi tres porrones vaciaban entre los dos. De vez en cuando le echaban un trozo de tostada a Canuto. Luego, a eso de las diez, el Eustaquio se ponía la manta a los hombros y abría el portón para irse a su casa. De afuera entraba como un cuchillo el aíre helado de la sierra.

 -Quédate aquí hombre, que se está caliente. ¡Vas a ir a estas horas a tu casa, que la tendrás helada!

 -Quita, que ha de pensar alguno que tú y yo…

 -Anda Eustaquio si estamos más solos que la una en treinta kilómetros a la redonda. Además a ti y a mí nos han gustado las mozas más que a un chico un dulce. ¿Te acuerdas de aquella vez en la romería de Valtajeros?

 -¡No me voy a acordar! Madre del amor hermoso, la que preparamos el Jacinto tú y yo con aquellas señoritingas de Soria.

            Entonces Eustaquio se marchaba a su casa que estaba dos calles más abajo envuelto en la manta y dando traspiés por el suelo de guijarros por el litro y medio de vino que se había metido entre pecho y espalda

            Amadeo iba a diario a la almazara aunque ya no hacía aceite para vender; sólo unos para el convento de Valladolid donde estaba su hijo de director. A finales de enero vino un joven de Castellón para mirar el molino de muelas de piedra y la prensa. Esa visita le hizo le alegró el alma, así que Amadeo se lo enseñó con el mismo entusiasmo que un guía enseña la Alhambra de Granada a los turistas. Estuvo explicándole con todo detalle la historia del molino: como su bisabuelo Ceferino compró la prensa en la Mancha y las piedras se las hicieron en una cantera a orillas del río Jubera en La Rioja. Pesaban casi mil kilos cada una y tardaron tres días en traerlas en dos carretas tiradas por una docena de bueyes.

 -¿Así que quiere usted sacar otra vez el aceite como Dios manda? –dijo Amadeo cuando hubo acabado la explicación.

 -¡No hombre no, abuelo! Yo solo soy un becario y estamos recogiendo cosas típicas de la región para el museo etnológico. Encargo del director que quiere hacer una colección de estos chismes. Hace muchos años que nadie hace aceite con estas antiguallas.

 -¿Has dicho chismes y  anti… qué? Me caguen la madre que te…

            Y echó al becario de la almazara de malas maneras. Si el director del museo etnológico quería una antigualla de esas para la exposición, que pondría a su señora madre de portera. Eso le dijo, porque a buenas el Amadeo era un pedazo de pan pero de vez en cuando le daban unos prontos que era mejor no estar cerca.

            Amadeo siempre le decía al Eustaquio que era un iluso porque estaba convencido de que el pueblo no moriría, que alguno había de volver, que los que se fueron se darían cuenta de que aquí como en ningún sitio. Que ésta era su tierra, la que había sido de sus padres y donde se criaron libres como los corzos, ajenos a ese mundo tan miserable y materialista de las ciudades.

 -¿Quién va a volver? –preguntaba Amadeo-. ¿El Eliseo, la Dorotea, Teresa la de la fonda, los del Ceferino? Yo tenía toda la esperanza en el Jacinto, pero...

             ¡Ayyy el Jacinto! Ese sí que era como Dios manda. El Jacinto era como ellos de la quinta del veintiséis, el mejor amigo de los dos. Se fue en la posguerra a la Argentina y todos los años les escribía diciéndoles que había ganado algo de dinero y que estaba a punto de regresar. También decía que en cuanto llegara al pueblo pondría una fonda en casa de sus padres, una fonda que se llamaría El Che que es una palabra que utilizan los argentinos a todas las horas. Y daría comidas y tendría habitaciones para que vinieran los turistas. Murió en el año ochenta y uno en la ciudad de Rosario, justo cuando iba a regresar.   

            La hija del Eustaquio enterró a su padre en el cementerio de Torrero en Zaragoza, en un nicho comprado al ayuntamiento. Y eso que había dicho mil veces que él quería que lo enterrasen en el pueblo, junto a su mujer, la Antonia; y también al lado de Teresita, una hermana algo desgraciada que tuvo y que murió de garrotillo con siete años. Todos los domingos, durante más de treinta años, Eustaquio se iba al cementerio con la azadilla y limpiaba las tumbas dejándolas como la patena. Ahora el suelo de tierra caliza cederá, se hundirán las lápidas, y crecerá alrededor de ellas la grama, las flores del diablo y la maldita siempreviva.

Las primeras noches sin el Eustaquio se le hicieron a Amadeo eternas. Así se dio cuenta de lo jodida que es la soledad, te quita la ilusión. Puso al fuego tostadas y sirvió vasos para los dos, hasta hizo como que hablaba con su amigo. Acabó bebiéndoselos él solo agarrando una curda como un celemín. Se durmió justo al lado de las ascuas y no se chamuscó la calva porque llevaba puesta la boina y porque Canuto le arrastró lo que pudo lejos de las brasas.

Pero estar solo en el pueblo resultó ser aún más duro de lo que pensaba. Salía de caza con Canuto y los dos volvían antes del mediodía cabizbajos, desganaos y por supuesto sin una pieza en el morral. No había pasado un mes cuando un día cayó un temporal que dejó en el pueblo una cuarta de nieve. Metido en casa las horas se le hicieron interminables y le dio por hacer algo que nunca había hecho en la vida: darle vueltas a la cabeza.

 -¡Me caguen la leche puta! Pa estar viviendo solo mejor sería que me ahorcase y así me voy con mi Reme a donde esté –le dijo a Canuto que le miraba hecho un ovillo en el suelo con ojos somnolientos.

            Esas cosas se dicen pero luego nunca llegan a mandamiento. Sin embargo, una noche que se había bebido una azumbre de vino se creció: pegó un par de juramentos y puso fecha.

 -En San Blas me cuelgo. Si lo dejo para más tarde la soledad me volverá loco.

            El día de San Blas amaneció con la charca y la fuente chilena  heladas. Encendió el fuego y se preparó con mimo su última tostada de aceite y sal. Se la comió acompañada de un cuenco de leche y esperó a que saliese el sol. De vez en cuando le echaba un trozo de pan al perro.

 -¿No ves Eustaquio como esto no tenía remedio? –le dijo a la nada como si aún estuviese su amigo.

            Había pensado en ponerle a Canuto veneno de ratas untado con manteca para no dejarlo abandonado, pero al final cogió el teléfono móvil que le había traído su hijo en verano y marcó el número de la perrera que tenía anotado en un cuaderno desde aquella vez que vinieron al pueblo porque había perros salvajes sueltos por el monte.

 -Mañana vendrán a por ti Canuto, viejo amigo –le dijo a su perro pasándole la mano por la cabeza-. No sé que tal será el sitio donde te llevarán pero al menos no estarás solo, bandido. Igual hasta conoces a alguna perra que valga la pena.

            Le dejó pienso para una semana y la gamella de cemento llena de agua.

A las once cogió una soga, una banqueta y una botella de vino para darse ánimos en el último momento por si le tentaba la idea de echarse para atrás, y se fue al olivar que tenía al pie del camino. Canuto, que siempre le seguía a todas las partes, esa vez no le siguió. ¡Ay que joderse lo que es el instinto de los animales! se dijo Amadeo. Pasó una cuerda por la rama más fuerte del olivo, hizo un nudo corredizo y se echó un interminable trago de vino que dejó temblando el porrón. Luego se subió a la banqueta; antes de saltar miró a su pueblo moribundo. A la torre de la iglesia le faltaban unos ladrillos y la campana estaba inclinada, a punto de caerse. Cuando se estancaran allí las nieves del invierno y no estuvieran el Eustaquio y él para quitarlas, todo se vendría abajo. De la chimenea de su casa salía un humo solitario, triste, el último humo del último hogar. En ese momento de inmensa tristeza creyó oír la algarabía de niños corriendo alegres por las calles. Sonrió agradecido a la alucinación, recordando a la chicarrería que recorría las calles como cabras sin cencerro cuando él era crío. Uno de sus pies quedó suspenso en el vacío, la soga le apretó el cuello como si fuera una macabra caricia de la muerte. Entonces sí, volvió a oír voces y también los ladridos alegres de Canuto pero esta vez supo que no eran una ilusión. Sonaban auténticas. Alguien estaba gritando desde el pueblo. Amadeo se sacó la cuerda del cuello justo antes de caer. No se ahorcó pero no pudo evitar darse un trompazo morrocotudo.

            Hasta el olivar llegaron varios hombres y mujeres y al menos siete niños. Venían en varias furgonetas de alquiler. Tenían acento sudamericano y a cada palabra decían che. Canuto saltaba más alegre que nunca entre los niños, los conejos le daban miedo pero con los niños era feliz. Una de las mujeres se presentó:

 -Somos los hijos y nietos de Jacinto García. Natural de este pueblo. Venimos porque esa era la ilusión del viejo y porque las cosas están muy mal en nuestro país. ¿No ha oído hablar del Corralito? Pensamos cumplir un sueño y hacer acá un hotelito campestre. Casa rural, le llaman ustedes.

            Amadeo no sabía nada de corralitos pero de lo que estaba seguro era de que –como decía el jodido del Eustaquio- su pueblo había resucitado. En el último momento, eso es cierto.

Pero antes de que se instalaran, para darles la bienvenida, Amadeo les llevó a su propia casa. Allí les sacó el porrón de vino y les hizo unas tostadas con su propio aceite sobre las ascuas aún calientes de su querido hogar.

(Armando Ruiz Chocarro, Navarra. Primer Premio I Certamen de Relato Breve "Villa de Velamazán", agosto 2018).

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