Veranos de cine
Me cogió fuerte aquel verano la lectura de La luz dormida, de Dulce Chacón –preferí no ver la película–. “La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no hablaba nunca en voz alta. Solo cuando la risa le llenaba la boca, se le escapaba un Ay madre mía de mi vida que aún no había aprendido a controlar, […] y estaba embaraza de ocho meses”. Espeluznante, emotivo, ternísimo, cruel. Consiguieron aplazarle la pena de muerte hasta que su hija cumpliese mes y medio. Noventa largos días de silencio, de apuntes en el cuaderno, de incertidumbre. La vida continúa más allá de la muerte dentro y fuera del penal femenino de Ventas; los escritos y la hija mantienen a Hortensia presente en la memoria y en el día a día.
Un grupo de reclusas de esa misma prisión, Las Trece Rosas, son también fusiladas contra el paredón. Los delitos, no entonar el Carasol ni rezar el Rosario. La carta que una de las condenadas escribe al final de esta otra película, sencillamente atroz, maravillosa. “Muy querido hijo de mi alma: En estos últimos momentos tu madre piensa en ti. […] Nunca guardes rencor a los que mataron a tus padres. Y que te hagan hacer la Comunión, pero bien preparado, tan bien cimentada la religión como me la enseñaron a mí”. Era el 5 de agosto de 1939.
¿Dónde está la finísima línea que divide ambos frentes? Como un hilo que pende del absurdo. ¿Por qué nos mataron a Federico García Lorca aquel 18 de agosto del 36, cuando “las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora”? ¿Algo más que envidia? ¿Sería también agosto cuando se llevaron en el camión al sencillo criado de un agricultor de Velamazán, el pueblo de mis padres y mis abuelos? Ya lo anunció el poeta: “Aquellos ojos míos de mil novecientos diez / vieron la blanca pared donde orinaban las niñas, / el hocico del toro, la seta venenosa” (Poeta en Nueva York).
Hace poco veía “Un Dios prohibido”, la sangrante historia de los 51 claretianos asesinados en Barbastro por no apostatar de su fe –del 2 al 18 de agosto de 1936–. Impresiona cómo han de pasarles la Comunión, escondida entre el pan y la parca porción de chocolate que les corresponde cada día. Y de nuevo, la función esencial del escribiente, el seminarista Faustino: “Entregamos nuestra vida a Dios, para trabajar a diario en el lento discurrir de los años, soportando ofensas, ataques y sufrimientos. Y si esto supusiera llegar a tal extremo…”. Y recordé a Antonio Rodrigo, hijo de Velamazán. Tomó la decisión muy de muchacho de hacerse misionero. Parece de película. 22 franciscanos fusilados la noche del 16 de agosto del 36. Siempre me fascinaron las historias al calor del adobe, sin sangre a ser posible.
¿Quo vadis? Fanatismo coaligado a poder es mucho más letal que todas las armas nucleares.
María Pilar Martínez Barca
(Heraldo de Aragón, "Tribuna", "La opinión", viernes 9 de agosto de 2013).
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