El eterno retorno a la inocencia
Me desperté sudando, estremeciéndome. ¡Qué vértigo! Lucía. Recordé su carita nada más despertar, su rostro rellenito con su media melena y su risa cristalina de cascada, entre inocente y pícara. Lucía, siempre juntas en clase, en el recreo, en las fiestas y excursiones. Aunque luego… ¿fue aquel chico?, no recuerdo su nombre ni sus gestos, pero sí una vaga idea… ¿Fue por él? ¿Nos gustaba a las dos? El despertar sexual, el primer despertar, es también como salir de un sueño, como la mariposa que abandona la sábana de su otro yo pasado y lo deja tirado, olvidado, para siempre. ¿Había feeling?
¡Qué feliz duerme ahí, junto a mi cama, sin estas pesadillas que me hacen presagiar cada nueva jornada! Mi compañera fiel, mi secretaria, mi asistenta personal. Petra, Patri… Qué rabia, siempre en blanco a las mañanas, hasta que vuelvo a aprender su nombre en la libreta. Pero Lucía no, se me ha hecho diáfana esta noche en el sueño. Como un relámpago que vino a deslumbrarme, como un escalofrío en el centro de la médula. Quizá Mario, mi ya viejo psiquiatra (no tanto por el tiempo, ¡qué mentira!, sino por tanto aguante), que conste que he mirado a los apuntes, no ande totalmente descaminado cuando dice que esta amnesia mía no se debe a tóxico alguno, sino a un trauma o herida de mi más tierna infancia. Quizá tenga razón. Porque a Lucía la he visto tan alegre como entonces, tan viva, tan radiante en el no tiempo feliz de nuestro cole. Pero no, no así exactamente. Que en su ceño fruncido aleteaba una sombra de augurio que presagia algo nefasto. ¡Qué calor! Lucía me tiraba de la mano, me llevaba… ¿Y el puente? No pude recordarlo ni siquiera en el sueño, no existía en la infancia ni en mi vida anterior. Luego Petri, al pasar dentro de él, me explicó que lo hicieron hace sólo un par de años con esto de la Expo en Zaragoza. Me llevaba, avanzábamos… ¡Lucía! ¡Nooooooooooooo!
–Recuerda, lo tienes apuntado –me ha refrescado Petri-: Lucía te llamó para que viniésemos a visitarla. Sigue siendo una de tus amigas más amigas.
He apretado el diminuto osito de peluche que cuelga de la anilla de mi bolso. ¡Lucía! Pero no había prisa esta mañana. Antes de coger el autobús que nos llevaría a Zaragoza, he podido repasar, entre viejas libretas, el sueño de aquel año. ¡Qué calor! Principios de verano, como ahora. Pero hacía mucha niebla, como si fuese invierno, y cierzo, mucho cierzo. ¿Una tormenta? Las formas de la calle, árboles o farolas o personas, se adivinaban más que se veían. ¡Qué oscuridad atroz en mitad de la tarde! Y, sin embargo, la presentí, la vi, se me quedó grabada hasta la noche siguiente, cuando aquella llamada telefónica:
–No te asustes, mi vida –era mi madre-. Lucía, tu amiguica del colegio, ha llamado su mamá… Ha tenido un accidente. ¡Cómo sudaba!
¡Se cayó por el puente! ¿Pero cómo? ¡Y yo lo había soñado! Seis largos meses, seis meses de hospital, seis meses de reposo y de coma absoluto, unas horas tan sólo para olvidarme por completo de Lucía. Pero, igual que a ella, me quedaría abierta una vía directa al corazón. Intuía, sabía, vislumbraba que aquello había sido un accidente. Nada más.
Hasta esa otra noche, y el relámpago me despertó de pronto, ¿o me metió más dentro de mi sueño? Y los ojos risueños, picarones, abiertos como platos de Lucía. –Dicen que ha despertado, me lo ha dicho su madre-. Las primeras nevadas en los árboles.
Fui a verla ese mismo día. Seguía residiendo todavía en Madrid, bueno, en el hospital, en su mundo interior. ¡Lucía! No pudo responderme. Pero sí contemplarme, de arriba para abajo y de fuera hacia dentro. Si parecía… sus ojos reflejaron por un instante el reflujo de los míos, celeste y azabache. Y entonces comprendí, como un relámpago. ¿Sergio? No había sido él. Lucía desde siempre me atraía.
Fueron duros los días, las semanas, los meses, ella sin voz, yo sin recuerdo. Sólo un leve vislumbre, algún gesto, un velo que te impide asomarte a la ventana. Había quedado inmóvil, una c7, y para transmitirnos su alegría, a veces su sombra, utilizaba un comunicador. Una letra tras otra, palabra tras palabra, sentimientos, belleza. Comenzaría a amar la poesía, y yo los bocadillos de tortilla de patata, allí en el bar del hospital –todo está registrado en mis cuadernos-. Cada día pinchazos, pruebas clínicas, ejercicios de brazos, tronco y piernas, logopeda, gimnasia. Después nos separamos, otra vez. Ella se fue a Toledo; yo a mi empresa, mis sueños, mis números bursátiles, mis olvidos. Nos escribíamos, guardo también las cartas. Y una noche soñé que mi pez favorito recitaba poemas, hermosos e intimísimos. Era la voz de Lucía en el relámpago.
–Casandra, porfa, ¿así todavía? Perderemos el bus –Petri, siempre puntual, cumplidora, perfecta.
Me vestí a toda prisa los vaqueros y la camiseta del león, de fauces y melena de colores, por la niña, sobre ese fondo negro que tanto me cautiva desde siempre, según intuyo. Pies para qué os quiero, salimos casi en vuelo a la parada de taxis, la estación de autobuses, el reencuentro. ¿Sería el mismo rostro que en el sueño de esta noche pasada? ¿La reconocería? Cosa extraña, el Ebro iba crecido pese a las primeras huellas del calor. Buen augurio.
–¡Sandra! ¡Si estás mejor que nunca! ¡Qué alegría!
–¡Lucía! ¿Eres tú?
Pudimos abrazarnos. ¡Qué alegría! Los pequeños detalles son la salsa, el néctar de la vida. Porque, se me olvidaba, mi amiga se enamoró en Toledo, de su fisio, fue recobrando fuerzas e ilusión, y un día decidieron venirse a Zaragoza por el trabajo de Óscar. Siempre me he preguntado cómo será el amor, las relaciones físicas, cuándo sólo responde el corazón. Bueno, y los recuerdos. ¿Y la maternidad? ¿Y el placer? Aunque me lo explicasen mañana volvería a preguntármelo. Han adoptado a Katya, una chinita preciosa.
–Vamos a ver a Katya, es su fiesta fin de curso. Le he prometido estar acompañándola. Óscar vendrá a comer.
Casualmente, la obrita de teatro era una selva con muchos animales: leones, cocodrilos, elefantes… y también dinosaurios. ¿A qué me recordaba? ¿Quizá también nosotras, aquel final de curso…? Pero no estoy segura. La niña disfrutaba en su papel de jirafa, tan esbelta y graciosa. ¡Era igual que Lucía!
El cole y el restaurante estaban junto a un parque, verde y nuevo, con acacias, ailantos y palmeras. Creo que justo al lado estuvo la Expo. Y allí, en una terraza, mientras venía Óscar, tomamos unas cocas. ¡Qué riquísimas! Y luego, en la comida, por supuesto paella, y un helado. Y la luz, mucha luz en las miradas, y en los detalles nimios, y en el ángulo último de los recuerdos. Se les siente felices, han logrado ese difícil equilibrio entre los límites y la más inocente plenitud.
Ahora, mientras cenan mis peces y poco a poco el sueño me cierra las ventanas e ilumina el misterio de un tiempo que aún no es, voy tomando apuntes de este día tan bello, de una pequeña vuelta al paraíso, como escribió Lucía en alguno de sus libros. Pero ya se van difuminando los rincones, los detalles, los nombres; sólo queda la esencia. ¡Lo que son los olvidos!
María Pilar Martínez Barca
(La quinta-esencia de Albada, Zaragoza, Libros Certeza, 2015. V Certamen de Relatos Cortos Tertulia Albada).
0 comentarios