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La lampara encendida

Trenes en sepia y luz

Trenes en sepia y luz

Siempre me gustó el mar. Venían a la casa los primos, preguntándome: ¿Cómo es el mar? ¿De verdad es tan grande como dicen? ¿Es azul? ¿Tiene fondo? Estábamos preparando las maletas, el cubo, el flotador, bañador y toallas, y sueños, muchos sueños de caricias de arena, y sol, y ondas, y espuma... Y humedad en la piel y entre las sábanas, reencuentro con amigos, campanillas abiertas a la noche, o charlas nocherniegas, al cálido relente de unos cestos de mimbre ... allá, en La Malvarrosa.

Cogíamos el tren en plena noche. ¿O era a la tarde acaso? No sé. Pero cenábamos, conversaba mi madre, y la tía –siempre, o casi siempre, subíamos las tres–, con nuestros convecinos de vagón, pasábamos largos ratos en silencio, corridas las cortinas. Y al tiempo, podían ser quizá dos o tres horas, nos acostábamos, me acostaban más bien, tumbada a lo largo del asiento, con mi madre a la orilla porque no me cayera. Entredormía sólo. Y el corazón del tren, su traqueteo rítmico y monótono, se unía con el mío, soñando y trasoñando ideales paisajes, luces blancas en medio de lo oscuro. Había unos momentos de silencio absoluto, infinito, roto apenas por unas voces lejos, muy lejanas. Me apagaba un instante. Quiero agua, mamá. No podía dormir. Me incorporaba, y bebía. Cierra los ojos, duerme, que ya nos queda poco. Volvía a entredormirme, a perderme en el ritmo, a apagarme... ¿Amanecía ya? ¿O era otra estación? ¿Qué hora es, mamá? Sólo las cinco, duerme.

Por fin, esclarecía tras la lonilla leve, en la ventana. Y comenzaban a dibujarse los contornos: los asientos de escay, separados por altos cabezales; los viajeros, severos, cabeceando a veces en la penumbra; y arriba, el equipaje. Pasaba una vez más el revisor. Y entre la duermevela, se abrían las ventanas y empezaba a correr todo el paisaje. Postes de luz, los cables, la sombra de matojos y naranjos, montecillos, llanuras, postes de luz, más cables. Y el corazón, agitado por momentos. Y de nuevo la noche, y una luz blanquecina, y el túnel que pasaba. Unos tonos más suaves. La leche –el viejo termo–, unas galletas, y el sol que iba exprimiendo las naranjas y tintando de vida en derredor. Falta ya muy poquito, dos paradas. Postes de luz, y cables, las manos sudorosas. Allá abajo, la tía Angelines. ¡Qué meses tan intensos! Muy dentro me saltaba la alegría, la emoción, la ternura.

Dejada la estación, se abría todo un mundo, un universo, un amplio paraíso para mis años breves. El humo de la vieja chimenea ondeaba a la luz.

* * *

La casa estaba húmeda, impregnada de mar. El cuarto, más bien chico, olía a brea, a sal, a rescozor de piel y de entresueño. ¡Aún recuerdo las siestas, cansadas como estábamos de tanta arena ardiente! El salón, ya más amplio, donde el hijo menor jugaba a construir en plastilina graciosas miniaturas; y el mayor, a vueltas con el fútbol y con su silla de ruedas, que se habría marchado para siempre al siguiente verano. Y aquella mecedora tan curiosa, de madera, que tanto me atraía. Y la puerta, infinita, extraordinaria a mis ojos de niña soñadora, que se abría a un mundo, a una noche sin límite, a una amistad por siempre revivida.

La mañana, en la playa, era como un gran lago de caricias. La arena, más que cálida; la luz, tornasolada a la sombrilla, o cribada muy fina por el sombrero nuevo que me cubría el rostro, tendida, relajada. A lo lejos, tan cerca, las voces semioscuras de la gente, como una algarabía de abejas en labor, y las sombras apenas entreoídas, y un rayito de azul entre las pajas. Y los baños de mar, inmensos, y agridulces, porque temía a lo alto de las olas. Cogida de mi madre, y el flotador de cisne, salvada del ahogo, mansamente mecida, arriba, vuelve, abajo. Otra ola que viene, arriba, nada. Y el cariño sin límite, y los besos sin fondo de mi padre, y del tío. Y aquel rozarme suave, por mí misma, la piel, como se roza, leve, una corola aún sin despuntar.

El placer continuaba igualmente en la tarde, mientras que paseaba con mis padres, o con Javi –a quien había ya entonces conocido–. Barracas, anchos campos de hortalizas, pendientes de naranjas en los árboles, casitas con jardín, calle arriba, o abajo, tan amada. De vez en cuando, lejos, el silbo de algún tren. Paraíso quebrado, solamente, cuando caía enferma y habían de ponerme una inyección. Cambiaban circunstancias y lugares, personas y horizonte, pero siempre era igual. Se nublaban las luces violetas, y un temor, más que inmenso, incomprensible, me embargaba el alma y la razón. Era como si se esfumara esta realidad de abajo, la tangible, y un sueño o pesadilla inexistente lo fuera transformando todo en niebla, o sombra, o ansiedad.

¡Y la noche! Qué profundo su océano. Recuerdo que tenía dos portones. La puerta más pequeña daba al patio de atrás, aromado de zumos, hierbabuena, y la sutil belleza de unas flores chiquitas, campanudas, que tan sólo se abrían a la luz de lo oscuro. Pendientes de la reina creo que se llamaban. La sombra convocaba a la gran fiesta. Unas sillas de enea en los umbrales, y aquel círculo enorme, charlábamos, reíamos, se contaban mil chistes y alguna vieja historia caída de las manos. Allí, durante el día, se cosían canastos, y sombreros, y esteras. Todavía conservo mi adicción a la luna y una pequeña cesta, color crema, o arena, ribeteada de rosa.

La otra puerta, la grande, se abría por delante de la casa y daba hacia la calle principal. Allí, tras de la cena, quedábamos las tres. No recuerdo sus nombres. Y creo que la una venía de provincias, como yo, mientras la otra vivía acá, en Valencia. La noche se inflamaba, como un globo, pero sólida y firme, como un amor que nace, y va alumbrando esquejes, y raíces, y hojitas todavía temblorosas. Un amor inocente que nada espera, y crece, crece, crece, hasta amparar los pájaros más altos, las últimas estrellas, la nata en flor, o queso, de la luna. Nos hicimos amigas. Mis primeras amigas, quizá únicas, con las que conversar de tantas cosas, con las que compartir tantos delirios, y juegos, también juegos, con las que compensar tantos ensueños. ¿Me había enamorado? Sólo sé que no quería ya volver, retornar al origen, dejar el paraíso. ¿Por qué papá no viene a trabajar, y nos quedamos siempre? Se borraba la noche, toda vez que me hablaban de regreso, de viaje, de estaciones. Y no veía nada, nada, nada. Lloraba, solamente, como un volcán que tiembla, como un niño, o un río desbordado. ¿Nos quedamos, mamá? Y me miraba tierna, con una compasión sin horizonte.

Pero el tren no paraba, nunca para. Y estaba ahí, esperándonos. Casi nada recuerdo de este viaje. Las idas de los  trenes son hermosas, y qué triste el retorno. Quizá, sólo una noche larga, larga, larga... de túneles que se iban sucediendo, oscuro tras oscuro, y un ritmo ya aburrido, y un corazón cansado. En tanto amanecía, la gente se asomaba a la ventana interior, del pasillo. Postes sin luz, y cables. Postes de luz cansina. Una línea monótona en el aire, y trigales doblados, y peladas planicies sin final. Un niño que lloraba, y voces confundidas, y otro túnel, y otro. Y el traqueteo rápido, y el alma acelerada, y mis manos, muy secas –no había ya emoción–. Y otro túnel, y otro. Ya, la vieja estación, y nuestra casa. Y unos bellos recuerdos que desgranar despacio. El tren, como la vida, no paraba. Pero paraba el tiempo.

* * *

En otro tiempo, un niño abre y cierra vagones, se asoma a la ventana, sale, vuelve. Es inquieto, es chiquito, todavía curioso. Ve por dentro las cosas. Quiero hacer pis, mamá. Sale, vuelve, retorna. Y el tren que continúa, y el corazón no para, y la vida… Raíles, estaciones, nuevos postes de luz. Vamos a la cocina. Estamos en el tren, ¿no ves las nubes, cómo corren? ¿Y qué es el tren, mamá? Cables de luz, y postes, y el cielo azul y límpido. Y la ignorancia pura que todo lo descubre.

Es mi hermano. Aquel verano quedaron unos días en la casa, porque estaba enfermito. Iban a nuestro encuentro. Creo que era otro espacio, ¿o era el mismo? Era acaso otro tiempo, de plenitud naciente. Compartíamos sueños e ilusiones, y una arena caliente, y un mar manso. Se alzaba alguna ola, juguetona, y reíamos. La casa, los paseos, las barracas, los naranjos pendientes del azul. Y la noche, también, la noche compartida al cálido relente de la luna, y de flores abiertas, y de mimbres… Y la plaza, esa plaza por la que zureaban las palomas, entre gente, entre pasos. Corre, vuela paloma, que te pilla ese coche.

Le llevaba ocho años. Pero la edad no cuenta cuando eres tan feliz, tan desnudo, tan frágil. Compartíamos sueños y juguetes, y la arena, y el mar. Compartíamos todo, casi todo, durante un tiempo de luz que se iba extendiendo, lento y manso, como el mismo horizonte. Aquel tren, tan cercano, me lo trajo a la vida.

* * *

Hay otro tren, acaso más lejano, que se pierde en las sombras del recuerdo. Túneles y más túneles, y montañas oscuras. ¿Dónde están las ventanas?, ¿por dónde la estación?, ¿dónde el raíl? El escay se pegaba a nuestra piel. Hacía sueño, y noche, y un calor como pocos, y oscuridad, y túneles, muchos túneles…

Más allá del andén, reposaban las ruinas de una ciudad muy vieja, muy antigua. Pasábamos por ella un día y otro día para ir a la playa. Parece que recuerdo escaleras, y rocas, y un terreno muy áspero. Más allá, estaba el mar, y un horizonte azul, creo, de infancia, y una arena muy suave acariciándonos. ¿Tiene orilla el ensueño? ¿Y la felicidad? Eran días iguales, esféricos, de limbo. Un tiempo sin memoria, todavía.

Se me borran las calles, los paseos… Se me borra el aroma de la noche. Y los rostros, idénticos.

¿Y la casa? Más que cuartos, oquedades. No recuerdo. Pero sí, una cocina, una terraza acaso, ¿un pasillo? Y la ausencia. El silencio. La señora Elena, ancianita con gafas, los cabellos oscuros y el corazón enfermo, que alquilaba su espacio en los veranos, se murió, de repente. Y cerraron la puerta. Desde entonces, tengo miedo a lo oscuro.

De Tarragona acá, sólo olvido, distancia. Hace ya tantos años… Ni asientos, ni duermevela lenta en un vagón monótono, ni ventana, con cortina de lona y anilla de metal, entreabierta a la luna. Se me fueron los nombres de los labios. Noche oscura. Silencio.

* * *

Primeras estaciones. Crecemos con los trenes, con los años, con los seres queridos que viajan con nosotros. Después, la soledad; el estudio en la casa, con mis padres; mi otro hermano. Y un traqueteo lento, todavía. La adolescencia, el amor platónico, la universidad… Y postes, y más cables, amigos, más amigos, la sombra de una casa, y el vuelo de un vencejo sorprendido al trasluz de la ventana. Y unos primeros libros, mis colaboraciones periodísticas, el sueño de otro andén, de otro horizonte. Más rápido, más deprisa el paisaje, apenas sin sentirlo ya el transcurrir del tiempo y del vagón, las siluetas de afuera, la vida de aquí dentro, las montañas, los rostros. Un túnel, luces intermitentes, el amor, sentir a plena luz, a pleno cielo, unas nubes vespertinas que lo iluminan todo. Sombras, rostros, siluetas, alta velocidad, vida que se derrama sin percibir ya casi el movimiento. Y la ausencia de aquellos que viajaron conmigo, y unos niños pequeños, y ramas, y un vuelo de milésima de instante, y letras electrónicas, y estaciones con wifi, y una voz que lo desvela todo: “subir”, “abrir puertas”, “acomódese”, “puede usted asomarse al paraíso”.

Hace poco, mientras me subían en el AVE, comprendí: No hemos cambiado tanto. De bebé yo viajaba en mi silla, como ahora.

(Relato finalista III Concurso Nacional de Relatos "Mujeres Viajeras").

Fuente ilustración: forocoches.com

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