Valero y otros santos
El prefecto Daciano juzga a los santos Valero y Vicente. Reproducción en la Catedral de Alcalá de Henares, parte del Frontal de finales del S XIII.
No hay roscón este año en la plaza del Pilar, ni en las celebraciones familiares de más de cuatro comensales, fuera de convivientes. Lo que no es óbice para olvidar a Valero, que con su acólito y asistente Vicente, preside el Concilio de Elvira (Granada, 306); y en su postreros días encuentran en Valencia martirio y destierro a Roda de Isábena. No importa tanto devolver la mitra en Zaragoza con Alfonso I, o el busto-relicario que regala Benedicto XII a la Seo (siglo XV), como la intercesión de un santo tartamudo.
Se ha perdido la voz, o se sufren parestesias, y otro santo cercano, es San Blas de Sebaste. Ermitaño en el monte Argeus (Armenia, siglo IV), donde instaló su sede episcopal, sanaba milagrosamente la garganta de humanos y animales. Martirizado y decapitado, es patrono de los otorrinolaringólogos y las enfermedades de garganta, zona nasofaríngea, hoy paso de la covid.
Puestos a sacrificios y penurias, Santa Águeda de Catania, que por honestidad rechazó al procónsul Quintianus, recuperó los senos seccionados gracias a San Pedro y fue incinerada viva, provocando la erupción del Etna. Tampoco va a poder convocarnos el próximo 5 de febrero a las mujeres, pero su estela sanadora queda. Como la de Santa Genoveva Torres, amputada, leprosa y “Ángel de la Soledad”; Teresa de Jesús o Teresa de Lisieux.
Si hay santos sanadores de llagas y epidemias, son San Juan de Dios (1495-1550), San Camilo de Lelis (1550-1614) y San Roque. Soldados y hospitalarios los primeros, Juan de Dios muere de pulmonía tras salvar a un joven del Genil. Camilo se gradúa en sufrimiento: una herida, defectuosas las piernas y los pies… El hospital de Los Incurables parece uno actual: “Se veían tullidos con muletas, paralíticos arrastrados en los típicos carrillos que se arremolinaban junto a la estacada no sin altercados y con algún desorden” (Alessandro Pronzato). Pleuritis, asma, empiema, esputos de sangre, viruelas… sus hijos, los Camilos, cuidan a infectados durante siglos.
Abogado de la peste es San Roque, un noble occitano que peregrina a Roma. Le sorprende la peste europea del siglo XIII en Placenza; un manantial calmará su sed, un perro su hambre de pan. La Iglesia de la Santa Cruz de Velamazán se dedica a San Roque, por salvar al pueblo de la peste (1686).
Creyentes o no creyentes, los santos interceden y nos recuerdan.
María Pilar Martínez Barca
(Heraldo de Aragón, "Tribuna", "El Meridiano", viernes 29 de enero de 2021).
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