Aragón, el paisaje y lo telúrico en Baladas a dos cuerdas, de Rosendo Tello Aína
Foto Asociación Aragonesa de Escritores, dibujo de Pilar Aguarón Ezpeleta
María Pilar Martínez Barca
La obra del poeta se divide en dos partes esenciales. Formada la primera por los libros iniciales –Ese muro secreto, ese silencio y Fábula del tiempo–, con su característico surrealismo lírico y personal, y la trilogía, más abierta a la épica y al compromiso, de Paréntesis de la llama, Libro de las fundaciones y Baladas a dos cuerdas (por orden de composición), que luego se convertiría en pentalogía con Meditaciones de medianoche y Las estancias del Sol. La segunda etapa, a partir de Cárcavas del sentido, como puente, y Más allá de la fábula, se condensaría en un pensamiento más elegiaco: “De la plenitud madura del recorrido solar se accede a la noche oscura de la existencia y a la decadencia del tiempo y de la edad” (Luis Felipe Alegre, Prologo a El vigilante y su fábula, Zaragoza, Prames, 2005). Reflexiones íntimas, metafísicas y metapoéticas, en torno a un mundo nuevo no precisamente esperanzador, pero siempre transido de belleza.
El paisaje de una región va moldeando el alma de sus habitantes, y Aragón no podía ser una excepción. Nuestra tierra, sedienta, produce caracteres toscos, tercos en ocasiones. Pero, frente al paisaje, se levanta la persona y el poeta, comprometido consigo mismo y con su entorno. Una de las constantes en la obra de Rosendo Tello es su gran cuidad y delicadeza en el estilo. Mima al máximo cada poema, cada verso, cada palabra. El poeta profesor, de la altura de altura de Pedro Salinas, Dámaso Alonso o, ya entre nosotros, Miguel Labordeta, Ildefonso-Manuel y Fernando Ferreró, amén de su virtuosismo lingüístico musical, yo diría que innato, tiene todo estudiado.
La estructura del libro
Baladas a dos cuerdas serviría de bisagra entre los primeros poemarios y el siguiente bloque, épico social. En palabras de Luis Felipe Alegre: “Sujeto, objeto y lenguaje han perdido su significación; de ahí la sátira amarga con que se enfoca la realidad fantasmal contemplada”. Pero no nos engañemos: lírica y épica son las dos cuerdas que dan título y sentido al poema.
Comienza el conjunto con los dos últimos versos del Libro de las fundaciones. Esto, que se repite en todos los poemarios, da la idea de obra completa a la que tiende el poeta. De un lado, la balada es una composición poética de tono lírico y melancólico, pero que narra hechos legendarios y tradicionales (como la épica). Las dos cuerdas representan el lado lírico y el épico. Y además esas cuerdas pueden simbolizar la luz y la sombra entre las que oscila el poeta a lo largo del libro; o también el acto de la comunicación, como se ve en los versos finales de “El coro innumerable” (las dos cuerdas, a veces, se convierten en cien).
El conjunto de los poemas se dividen en dos partes: una épica y otra lírica, alternándose una composición en prosa (épica) y otra en verso (lírica), aunque no siempre es fácil la distinción (en un mismo poema pueden aparecer uno y otro estilo). Lo épico se identifica, aunque no siempre, con un descenso a los infiernos, mientras que el lado lírico representa una elevación espiritual. La sombra simboliza, en general, el elemento demoniaco; la luz es la ascensión. La alternancia se rompe en algunos casos: los cinco poemas que hay desde “Ecos de carcajadas” hasta “Los gallos de la aurora” están escritos en verso; y lo mismo sucede con los poemas “Mazmorra lóbrega” y “La luz del alba”. Esa ruptura se debe a que en la tensión entre la forma poética y los sentimientos acaban venciendo estos últimos; la emoción puede más que la perfección de los esquemas estructurales (la simetría no es tan rígida como en Meditaciones de medianoche, aunque aquí también se da).
Las letras iniciales de los poemas van formando, a modo de acróstico, el título de la obra. En los poemas épicos el título se lee normalmente (el que inicia el libro comienza por la letra B); mientras que en los líricos está escrito al revés, empezando por la última letra (la S de cuerdas). Justo en el centro del libro se encuentran dos poemas, “Lluvia en el muladar” y “El lobo Semirabis”, que comienzan por la letra O (de la palabra dos); esa O se encuentra aproximadamente en el centro del título (no hay una simetría totalmente perfecta).
La estructura refleja asimismo una lenta progresión hacia la luz y la esperanza. Las primeras composiciones son oscuras, infernales, como muestra de lo más degradante del hombre y la sociedad en la que vive. A partir de “Hacia la luz del alba” los poemas se hacen místicos; es la “vía unitiva”, la elevación de la persona (hasta ese momento había predominado el descenso, el sufrimiento, la ascesis). Pero en cualquier parte del libro pueden aparecer composiciones de uno u otro tipo. Y la gradación se da también dentro de cada poema; al final se vislumbra la esperanza, un horizonte de luz.
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Lo telúrico
Centrándonos en el tema que nos ocupa, el elemento paisajístico está presente en todos los poemas: es como un escenario en el que se va desarrollando la obra. Van apareciendo distintos tipos de paisaje según lo que se quiere expresar en cada momento.
Predomina una atmósfera desierta, desolada. Es una “tierra de cal y hueso”, donde falta la vida y la vegetación escasea. Elementos característicos de este paisaje son el polvo, las grietas causadas por la gran sequedad del terreno, un viento violento… y, sobre todo, el sol, un sol abrasador que mata la poca vida que pueda brotar. Porque la naturaleza no es solo un telón de fondo, sino que tiene un importante valor simbólico: la sequedad es reflejo de una sociedad corrompida donde no se tiene en cuenta el amor, ni al ser humano.
Ese paisaje desértico puede referirse a la tierra aragonesa en general, pero también reflejar un lugar concreto de la misma. Como ocurre cuando el poeta recuerda con nostalgia la infancia en su pueblo: “Claros eran tus cielos, sus llamas hontanares, guirnaldas de pausados albores, engalanadas lunas; verano polvoriento ahora por tus plazas roncas como planetas de azufre y de salitre”[1].
El ambiente rural visto desde la niñez y la adolescencia (lleno de alegría y esperanza) es muy distinto al que se contempla en la edad adulta. No interesa tanto resaltar los detalles geográficos de una localidad determinada, sino los aspectos generales del suelo aragonés (se generaliza lo concreto). En poemas como “Lamentación de ciego” se observa de un modo todavía más explícito esa desolación del paisaje, al recordar la infancia perdida.
A veces, como sucede en la obra de Gabriel Miró, Aragón pasa a ser Tierra Santa. Es el caso del poema “Camino de Emaús”: “Un sendero de tobas calcinantes, lunas, gotas / de luna sobre pitas, llameantes minaretes y doradas, / rojizas azoteas, brasas purpúreas en el confín”. Estas referencias al plano religioso reflejan la necesidad de una mayor confraternidad entre los hombres.
La misma sensación de desolación y soledad, pero en un ambiente urbano (y más concretamente en Zaragoza), aparece en “Niké”, o en “Visión en Valdespartera”: “A mi llegada el viento aporreaba las ventanas, aullaba en los veloces corredores de la noche. De Casablanca al Arrabal, del Canal a Delicias, donde pierde su efigie el monte acuchillado por el cielo”.
En el poema “La ciudad fantasmal” aparece Huesca, como “un tenso fanal metálico”. Y en algunos interiores se refleja también esa sensación de muerte y abandono a la que nos venimos refiriendo. Así sucede en “Niké”, donde la acción se desarrolla en un viejo café, o en “Falaz Pentecostés”, poema en el que se nos sitúa en un cuarto frente al mar.
El tiempo que corresponde a este paisaje extremadamente seco es el verano, cuando el sol es más ardiente que nunca, y el atardecer, símbolo de la decadencia. Esto último se ve claramente en “Como una gota clara y silenciosa”.
Frente a la naturaleza desértica, hay otra fresca, llena de vegetación y de vida. Se trata de pequeños rincones de la tierra aragonesa, expresión de los valores positivos que esta encierra. Son, por ejemplo, los “jardines mudéjares” en medio de toda la muerte que representa “Concolorcorvo”.
En la composición “Entre los cabrahígos” aparece ese mismo ambiente de frescura, de paz, esta vez en un cementerio. Es como si la muerte fuera una salida, un escape: “Silvestre llanto, risas azoradas por un aire de fiesta, un oriente entrevisto por augures en los claros lunares de unos idus sombríos”. No dejan de estar presentes, con todo, la tristeza y melancolía propias del lugar. En “El Poeta”, poema en homenaje a Miguel Labordeta, el cementerio tendrá un valor aún más negativo.
En esta naturaleza más exuberante, aparecen la luna y la noche como algo positivo, en oposición al ardor solar diurno del terreno desolado.
Hasta ahora hemos visto un paisaje real, geográfico. Pero hay otro paisaje meramente simbólico, fantástico, que solo existe en la mente del poeta. Son espacios terroríficos que se pueden identificar perfectamente con el Infierno cristiano; en ellos son característicos el fuego y las sombras, las tinieblas. Representan estos lugares un descenso del autor de su mundo interior a la sociedad, trasunto metafórico del Infierno. La sociedad está vista aquí en su aspecto más negativo; y esos espacios (pese a ser fantásticos) reflejan esa sociedad que vuelve a identificarse con nuestra tierra.
En “Barranco del Agua Amarga” aparece este tipo de paisaje: “La estridencia salvaje, el alarido de la Loba del Sol que ulula en el Barranco del Agua Amarga. Allí oscuras siluetas talladas por el pánico dan la espalda a la luz, esculpiendo el vacío de la Gruta Fantástica. […] Hora del alboroto zumbante de la luz que repica en batanes de tiniebla con pulso razonado hasta el aullido del silencio”.
Un caso semejante lo encontramos en “La ciudad fantasmal” (aunque aquí el paisaje está un poco más dulcificado), o en el poema titulado “En la candente glera”. Muchos de los elementos simbólicos de este paisaje son los mismos que los de la tierra desolada real. Pese a que en este ambiente la noche tiene un valor negativo.
Por último, dentro también del mundo fantástico y metafórico, se da otra naturaleza fértil, que se corresponde con el paisaje lleno de frescura y vegetación visto anteriormente. Simboliza este espacio una esperanza, la salida de un mundo inhumano; salida que se logra mediante la búsqueda de otra sociedad que tenga más en cuenta al hombre y al poeta, o a través de la interiorización.
El agua (el río, la lluvia…) es aquí símbolo de fecundidad –la lluvia poco abundante y estéril aparece en el paisaje desértico como todo lo contrario–. Otros elementos son el alba, la montaña –símbolo de espiritualidad…–. El paso de la barca en “La ciudad fantasmal” no representa otra cosa que la búsqueda de ese mundo nuevo y puro al que se aspira.
Pero quizá donde más claramente se vea el simbolismo de este paisaje sea en “Hacia la luz del alba”. Este poema supone una ascensión, después del descenso que hemos contemplado al Infierno de la sociedad; esa ascensión no solo constituye el tema de la composición poética, sino que se refleja en la estructura total del libro, pues a partir de aquí los elementos simbólicos representan más lo positivo, la esperanza de algo más: “Arriba, más arriba, más allá de las brasas / que el viento apaga al fondo de las peladas cárcavas, / más allá de los árboles templados como espadas, / marcharás algún día hacia la luz del alba”.
Para llegar al alba es necesario pasar por la noche –vista aquí como esperanza de la luz–, por el bosque –símbolo de la interiorización–, por el alejamiento de la sociedad y la soledad que eso supone… Es curioso observar cómo para subir a la montaña o al bosque –el poema es como un camino hacia allí– es preciso descender a nosotros mismos, ya que “la cumbre se adormece mientras cantando bajas / alto, desnudo y libre hacia la luz del alba”.
Puede suceder que un poema comience por una tierra desértica y termine en un paisaje lleno de vegetación. Al final, es más frecuente este segundo marco natural, ya que el libro va avanzando, in crescendo, hacia una realidad más esperanzada.
Baladas a dos cuerdas está impregnado de un extraordinario amor del poeta a su tierra natal, y del dolor cuando esta enferma. Pero ese teluirismo envuelve a su vez los otros componentes temáticos: lo religioso, lo social, lo metapoético. Ejes temáticos que dan forma y son expresados al mismo tiempo por diversos recursos fonéticos, morfosintácticos, semánticos y múltiples referencias toponímicas, mitológicas, culturales… Elementos cuyo estudio excede este pequeño artículo, y que condensan esa lección de autenticidad poética, existencial y humana, y mimo por el lenguaje que es la obra de Rosendo Tello Aína.
[1] Todos los textos transcritos pertenecen a la primera edición de Baladas a dos cuerdas.
(Revista Imán, Número 24 / Junio 2021, Asociación Aragonesa de Escritores, [en línea], . [Consulta: 22-6-2021]).
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