¡Resucitó!
Escultura jardines de la iglesia del Primado de Pedro, junto al mar de Galilea (Tabgha, Israel. Foto www.alamy.es
De pequeña, acompañaba a mi madre y a mi tía a visitar los siete monumentos reglamentarios, la tarde del Jueves Santo y la mañana del Viernes. Las mujeres bisbiseaban oraciones inentendibles, que a mí se me hacían eternas. Venían de una cultura de luto y tenebrario, de obligación y miedo.
Tras de mi adolescencia y primera juventud en la parroquia de Begoña, pasé a vivir y compartir la hoguera pascual en el monasterio de La Oliva, Uncastillo, Navarrete, el santuario de La Misericordia o Mosqueruela. “Hacía niebla, y frío, y honda noche / ribera del Moncayo. (…) Se prendiera / el corazón hirsuto de unos leños / y el aire, de repente, se hizo llama…” (En luna llena).
Fue mi educación sentimental. Mi ensayo progresivo para ir maridando alegría y dolor; mi formación universitaria, al albor de unos hermosos versos: “… La mesa, el pan de oro y un rayo azul de luna / en las miradas” (Rosendo Tello). Camino de Emús, acompañada siempre por otros peregrinos: familia, amigos, compañeros, profesores, maestros.
Y, junto con la luna de Nisán, se me dio comprender que la gente sufría; que la tierra gemía con dolores de parto prolongado, o interrumpido; y que yo misma a veces me partía por dentro. Sobre todo en la hora de la muerte de los seres queridos, transfigurada en aceite que embalsama. “Se rompieron los diques de todos los océanos, / se estremeció la tierra hasta su abismo último. / Y el útero sangrante de la luna se cerró para siempre” (Pájaros de silencio).
Y tenía que llegar. A finales del 22, en nuestra peregrinación a Tierra Santa: la entrada al amanecer, el Cenáculo, Getsemaní, San Pedro en Gallicantu, el Pretorio, la subida en sillas al Calvario, el Santo Sepulcro. Y retorné al origen. “Una extraña figura turbó la soledad: / en las manos llevaba una azada y su rostro / parecía sereno. / Se me quedó mirando fijamente a los ojos, / como alguien que me amara desde una luz antigua” (Flor de agua). La roca circular termina abriéndose, y es posible la paz.
María Pilar Martínez Barca es doctora en Filología Hispánica y escritora
(Heraldo de Aragón, "Tribuna", domingo 31 de marzo de 2024).
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