¡Feliz Navidad!
Foto archivo familiar
Se nos llena la boca estos días. O quizá lo digamos por costumbre. El caso es que desde principios de noviembre se decoran los comercios con arbolitos y luces y papás noeles. No es como antes.
Cuando yo era pequeña, en casa y en la gimnasia, unos enormes pinos verdes, entonces naturales, se engalanaban a tutiplén de bolas y figuras de cristal y espumillones de colores. Las paredes también las decorábamos con bolitas y cintas, y a veces con siluetas de angelotes con cartulinas recortadas. Tocábamos el almirez y la botella, y en todas las casas se cantaban villancicos. Y aunque no a misa del gallo, hora intempestiva para los peques, íbamos a misa los domingos y los días festivos navideños.
En la tele siempre aparecía el nacimiento de la Familia Real, montado por el príncipe Felipe y sus hermanas las infantas, o eso nos hacían ver. El nuestro era mucho más pequeño. Papá no siempre volvía por Nochebuena de su coche correo, y los Reyes Magos nos traían presentes más humildes y económicos –yo solo tuve dos muñecas–. Esas noches, entrantes, sopa, pescado y carne, nunca pavo o cordero; fruta, tarta casera, turrones y champán. Con el taponazo contra el techo. Y las imprescindibles partidas de brisca o de guiñote, no podían faltar.
Las experiencias bonitas que vivimos en la infancia permanecen, y sin duda una de ellas es la Navidad. Aunque tampoco falta en estos días cierta nostalgia, no solo porque se haya ido alguien, sino porque como decía un niño parece que te obligan a estar en todo momento alegre. Y la realidad no es esa.
No obstante, mi idea y vivencia de las navidades cambió hace tres años, tras realizar nuestra peregrinación a Tierra Santa. Un pesebre de piedra, de aquellos en los que se sacrificaban a corderos sin tara, inmaculados; un hombre algo canoso, una mujer muy joven y un recién nacido acostado en el ara. Mujeres y hombres de buena voluntad, y un calor entrañable, de zarza que arde y no quema, en nuestro corazón.
Y de los árboles y luces y villancicos, que también los había en Belén, te quedas con la imagen de ese niño que nace prematuro, huerfanito o luchando por la vida; del discapacitado sin oportunidades; de ese enfermo o anciano que quizá partan esta noche. Y entonces los turrones tienen otro sabor.
María Pilar Martínez Barca es doctora en Filología Hispánica y escritora.
(Heraldo de Aragón, "Tribuna", "El foco", domingo 21 de diciembre de 2025).
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