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Costa, Sísifo

Podría ser un buen sobrenombre. Los dioses habían condenado a Sísifo a hacer rodar una pesada roca hasta la cima de una altísima montaña; una vez arriba, de nuevo volver a comenzar. Es el precio que debemos pagar por nuestras pasiones, según Albert Camus. Se sentía culpable de ser pobre, y fue subiendo peldaños: desde la Universidad a la Institución Libre de Enseñanza, su intento de ser diputado o la Liga de Contribuyentes, conferencias, artículos… A mí me interesa el lado humano.
Hacia 1864, cuando Costa contaba veinte años, poco se sabía de una extraña enfermedad que le iría atrofiando el brazo y dificultándole mantenerse en pie. No desaprovecharía oportunidad, como la Exposición Universal de París de 1867: “He ido a ver a un ortopédico que me ha dado alguna esperanza de curarme el brazo… y como se confirme, lo hago, aunque cueste 200 francos”. ¿Distrofia muscular? ¿Quizá ataxia?
Las cosas no funcionarían. De trabajos manuales a doctor en Derecho y Filosofía y Letras, renunciando al soñado puesto de profesor por coherencia. “Estoy en cueros, no tengo pantalón para salir de casa. Giner estuvo malo, y para ir a verle tuve que ponerme uno que hasta para casa había desechado por roto”. Y una obsesión: “La atrofia que me tiene descompuesto el brazo derecho, es la eterna pesadilla que me persigue de día y de noche”.
Le duele el pueblo, la pérdida de la mujer amada y de la hija. Pero siempre a su lado otra mujer: “Casi nadie recuerda que María Martínez fue madre de Joaquín Costa y cuidó su Atrofia Muscular Progresiva” (Joaquín Callabed).
Una voluntad férrea, un discurso incesante a favor de los últimos, una vida entregada a la pasión. ¿Qué nos mueve por dentro? Costa cargó toda su vida una pesada roca. Hoy lo hubiera tenido algo más fácil. Algo hemos avanzado, por mucho que sigamos tropezando siempre en la misma piedra.
María Pilar Martínez Barca
(Heraldo de Aragón, «Contraportada», “La columna”, jueves 10 de febrero de 2011).
Amor oscuro

“Tengo miedo a perder la maravilla / de tus ojos de estatua, y el acento / que de noche me pone en la mejilla / la solitaria rosa de tu aliento”. Federico García Lorca reflejaba en sus “Sonetos del amor oscuro” la noche de los místicos, esa profunda herida que a veces nos envuelve del cielo hasta los pies.
El filósofo André Gorz, amigo y discípulo de Sartre, escribía a su esposa Dorine: “Si te mueres, estoy muerto”. Unos meses después de publicar su libro, “Carta a D. Historia de un amor”, aparecían los cuerpos de los dos, octogenarios, tendidos en su cuarto con una nota: “Avisen a la policía”. No quisieron sobrevivirse el uno al otro.
Y hay autores que mueren de puro desamor: Larra, Ángel Ganivet, Jack London, Alfonsina Storni… “Entre las manos dulces, vos la bella / que habéis matado, sin saberlo acaso, / toda esperanza en mí”. No es la tónica habitual en estos tiempos de comida rápida y de divorcio exprés. Es todo mucho más de andar por casa, aunque no menos bello: “Como el primer cigarro, / los primeros abrazos. Tú tenías / una pequeña estrella de papel / brillante sobre el pómulo” (Luis García Montero).
Junto a las habitaciones separadas, el niño cada fin de semana con el padre o la madre y su pareja. No sería la muerte la que haría estremecer a Neruda: “Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo / en que nos anudamos y nos desesperamos”. Sino cada ruptura y la nada cotidiana, la añoranza del éxtasis: “No fue un sueño, / lo vi: / La nieve ardía” (Ángel González).
Charles Ronsac, escritor y periodista, decidió consagrarse en alma y cuerpo a su adorada Marthe, su mujer, cuando enfermó de alzheimer; ya fallecida escribe: “He querido devolverte a la vida, escribiéndote esta historia de momentos felices y dramáticos, como si aún fueses mi primera lectora. ¿No te da vergüenza, a tus 86 años, seguir causando turbación en tu viejo amigo?”.
Declinamos los verbos y la noche amándonos, como Pedro Salinas: “De mirarte tanto y tanto, / del horizonte a la arena, / despacio, / del caracol al celaje, / brillo a brillo, pasmo a pasmo, / te he dado nombre; los ojos / te lo encontraron, mirándote”. Lo más hermoso, cuando la noche es llama: “Llega la noche, / se silencia la mente. / Sólo queda el temblor” (La manzana o el vértigo).
María Pilar Martínez Barca
(Heraldo de Aragón, «Opinión», “Con DNI”, lunes 14 de febrro de 2011).